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«Si te dieron este dolor es porque eres lo suficientemente fuerte para soportarlo».

Sombra, el barón de la espoleta


Pov. Katniss

Temblaba con tanta fuerza que apenas podía respirar. ¡Oh, Dios!, ¿qué había hecho? ¿Por qué? No me podía aclarar la mente. Me sentía abrumada por el dolor y el horror, un sufrimiento tan grande que parecía que estaba socavándome el alma.

Lo único que había querido era hacer la cena y un postre para Peeta. Había pensado que podía hacer lo mismo que tan fácil le había resultado a Delly: cocinar. Lo cierto era que nunca había cocinado, siempre lo hacía todo en el microondas, pero se me había ocurrido pensar que no podía ser tan difícil. Una comida sencilla y una tarta estúpida. Y todo me había salido fatal. Había empezado primero por la tarta; el flan me salió aguado y no logré conseguir que subiera el merengue, así que pensé «Bueno, lo intentaré con la cena». Pero luego se me quemó la pasta, algo que ni siquiera sabía que era posible, y la salsa al pesto salió despedida del vaso de la batidora golpeándome la cara con fuerza.

Grité llena de rabia. La sensación de derrota y fatalidad me provocó un nudo terrible en la garganta. No era capaz de hacer nada bien. «No sé hacer nada». Era una inútil, y aunque Peeta me había dicho que me amaba, yo no me lo merecía. Delly había preparado la cena, y me había parecido fácil, factible... Pero no había resultado así para mí.

Cuando estábamos pagando en el supermercado, todo el mundo me había mirado con desdén. Había recordado las palabras de Dominic sobre que Peeta debía tener la vida a la que estaba destinado. Era obvio que la gente del pueblo no pensaba que yo fuera una buena compañía para él, y luego estropeé la cena y la tarta, y cayeron sobre mí todas las terribles decisiones que había tomado en la vida, y pensé que nunca había hecho nada bien, nada, y me derrumbé...

—Hola. —La palabra tierna y apacible me arrancó de aquellos pensamientos dolorosos y obsesivos. Peeta me brindó una sonrisa triste mientras cerraba la puerta de cristal que daba acceso a la terraza, adonde había huido. Me di la vuelta al tiempo que dejaba caer los brazos a los lados, sin saber qué hacer, sin saber qué decir, aunque era consciente de lo que él me iba a decir: que no me amaba. Me lo diría, porque así era Peeta. Me diría que fuéramos a dar un paseo, que no me preocupara por lo que había pasado en la cocina. Que esto me podría doler...

¡Oh!, que me podría doler...

Sentí que se acercaba a mi espalda, percibí su cuerpo contra el mío, su calidez borró el frío que corría por mis venas. Me estremecí, y respiré con rapidez cuando apretó su cuerpo contra el mío, sorprendida cuando me rodeó con los brazos y me estrechó, inclinando la cabeza hacia delante para apoyar la mejilla contra mi sien. Me quedé paralizada ante el contacto. «¡Oh! Oh, Peeta...». Era tan sólido, tan seguro y reconfortante, que, aunque me sentía enferma por el horror que le había confesado, algo en mí se alegró de esta victoria suya. Me estaba abrazando. Me sostenía con tanta fuerza que dos personas no podrían estar más cerca de lo que estábamos él y yo en ese momento. Cerré los ojos para disfrutar del momento, y las lágrimas me resbalaron por las mejillas.

—He estropeado la cena —susurré.

Sentí que sonreía contra mi oreja.

—Ya lo he visto.

Asentí, moviendo la cabeza torpemente contra su pecho.

—Y la tarta...

—También lo he visto.

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