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«Todos tenemos un superpoder. ¿Cuál es el tuyo?».

Gambito, el duque de los ladrones


Pov. Peeta

Pasamos juntos cada momento del día durante ese fin de semana, viendo el amanecer, conduciendo, visitando mis lugares favoritos de la zona, acercándonos a un par de pueblos, donde paseamos por el centro y comimos en pequeños restaurantes llenos de familias.

Compramos varios tipos de sirope de arce de Vermont, y los probamos todos en las tortitas que hicimos para desayunar. Las gotas de sirope se le pegaron en los labios, y se rio cuando se las besé, haciendo que mi sangre se calentara por el deseo que me atravesó de pies a cabeza.

Me recreé en aquella cercanía física recién descubierta, todavía nervioso al principio, pero sobre todo contento por las sensaciones que me estaba ayudando a descubrir. No era solo el amor por ella lo que provocaba que deseara una mayor intimidad: además llevaba semanas acostumbrándome poco a poco a su contacto, y eso había supuesto una gran diferencia. Incluso ahora, Kat seguía tocándome con la misma cautela que yo a ella, y eso me ayudaba a ganar confianza sobre lo que una vez me había hecho sentir impotente. No era posible que lo supiera —y sin duda no lo había supuesto—, pero era como si hubiera sido arrastrado hacia Kat, porque nuestro pasado —y nuestros corazones— estaban alineados de tal manera que estábamos destinados a curarnos el uno al otro.

El domingo nos fuimos de picnic, y comimos sobre la hierba, debajo de una haya gigantesca. Las hojas doradas, anaranjadas y rojas irradiaban rayos sobre el pelo de Kat, que, también, parecía dorado. Cuando se tumbó sobre la manta que había llevado, la luz del sol que se colaba entre las ramas arrojó sombras moteadas sobre su rostro, lo que provocó que contuviera el aliento. Era tan guapa que mirarla me hacía sufrir. Parecía suave y feliz; además, en sus ojos brillaba algo que yo esperaba que fuera amor. Me incliné para besarla, y seguí besándola hasta que pensé que me volvería loco. Sin embargo, sabía que tenía que ser Katniss quien hiciera avanzar las cosas entre nosotros. Era consciente de que ella nos llevaría en la dirección en la que estuviéramos más cómodos. Quería ofrecerle eso, por lo que me aparté y rodé hasta quedar tumbado de espaldas para mirar el cielo entre las hojas mientras trataba de recuperar el aliento, esperando que se enfriara mi sangre y que mi deseo se calmara.

Me moría de ganas de tocarla, quería ponerle las manos en los pechos, recorrerle los pezones con la lengua hasta que se le endurecieran, rozar la piel sedosa del interior de sus muslos con la punta de los dedos. Casi gemí, pero logré reprimirme.

No se me escapaba la ironía de la situación. Me había acercado a ella para que me ayudara a estar cómodo con una mujer, y ahora me destrozaba la frustración de contenerme... por ella. Recordé la conversación que había tenido con Haymitch sobre confiar en mi instinto, y eso me hizo darme cuenta de lo que ya sabía en mi interior: ella me necesitaba de la misma forma que yo a ella. Y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para que supiera lo preciosa que era para mí, en cuerpo, corazón y alma.

Apoyó los brazos en mi pecho, y sonreí mientras se reía.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Se encogió de hombros con una sonrisa todavía más grande.

—No sé. Es que... soy feliz.

Se soltó una hoja y cayó sobre su pelo; se la retiré sonriendo y luego la miré a los ojos.

«Cásate conmigo —quería decirle—. Quédate conmigo para siempre». Subí más la mano para peinarle un mechón suelto.

—Yo también —susurré, guardándome mis sentimientos. Nos quedamos allí durante unos minutos, escuchando cómo piaban los pájaros, y su canto se unió al susurro de las hojas.

Hope...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora