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«Ya sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad? Pues hazlo, es tu única opción».

Bala, el caballero de los gorriones


Pov. Peeta

Llegó la primavera muy pronto, por lo que los capullos de árboles y flores brotaron en la tierra blanda. Agradecía que la cantera estuviera abierta de nuevo para la temporada, y la mayoría de los días me concentraba en el trabajo todo lo que podía, para que no me quedara energía para pensar. Luego, me gustaba esconderme en el estudio y perderme en cualquier figura que estuviera tallando.

Echaba tanto de menos a Katniss que suponía un doloroso y constante vacío dentro de mí. Pasaron unas fiestas y otras, y me pregunté si estaría sola, si las había celebrado, sintiéndome tan triste que no creía que pudiera soportarlo.

¿Estaría ocultándose del mundo en una burbuja para que nadie le hiciera daño? Peor aún, ¿estaría con gente que podría hacerle daño? ¿Tenía trabajo? ¿Comería bien? Quería desesperadamente ver cómo estaba, de alguna forma, como fuera... Incluso consideré la idea de ir hasta su apartamento solo para ver las luces encendidas a través de la ventana, pero no lo hice. Sabía que si iba allí, no sería capaz de mantenerme a distancia, sabía que acabaría delante de su puerta, y no era eso lo que ella quería. Así que me contuve.

Pero, ¡joder!, quería... Lo deseaba tanto que me corroía por dentro lentamente. En esos días me costaba encontrar algo que agradecer, ni siquiera la belleza que me rodeaba me llevaba a creer que el dolor no siempre sería tan malo.

Fui al pueblo más a menudo y, aunque los rumores eran peores después de lo que había ocurrido en otoño, además también de los artículos de prensa que seguían mencionando mi nombre, me di cuenta de que tampoco me importaba. Eso hizo que fuera más fácil soportarlo todo.

Un cálido día a finales de marzo entré en el aparcamiento de la ferretería. El aire olía a tierra húmeda y a espigas. Iba a llover, aunque las nubes parecían todavía estar a mucha distancia.

Al entrar en la tienda sonó la campanilla, y el familiar olor a polvo y aceite me inundó las fosas nasales. Era sábado, por lo que el lugar estaba lleno de clientes preparados para trabajar en sus casas o en nuevos proyectos en sus jardines.

Yo iba a recoger un pedido, así que me quedé en la cola de la caja, esperando a que Sal me atendiera. Mientras aguardaba, mi mente se perdía en los proyectos que tenía en casa por hacer. Había planeado limpiar la terraza y tenerla lista para cuando tocara recortar el césped, en el momento en el que hiciera un poco más de calor.

El hombre al que estaba cobrando Sal se rio de algo que dijo este, y yo me quedé paralizado, rígido de pies a cabeza. Fue como si me moviera por un túnel negro, porque de repente estaba allí, en aquel sótano húmedo, escuchando el sonido de pasos por encima de mí y aquella misma risa, ronca y profunda.

Parpadeé, obligándome a salir de aquellos recuerdos como si estuviera nadando en la parte más honda de una piscina y quisiera hacer pie.

«Conozco esa risa».

Me incliné por encima del hombre que tenía delante y observé al cliente que estaba abonando su compra a Sal. Tenía unos sesenta años y era alto, llevaba un sombrero vaquero y unas botas de cowboy con espuelas. Fruncí el ceño de tal forma que mis cejas rozaron el borde de la gorra de béisbol que llevaba puesta.

¿Quién usaba botas de cowboy en Vermont?

«Me vas a joder los rodapiés con eso. Apártate de las paredes».

Hope...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora