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«Haz lo que puedas con lo que tienes, incluso aunque no sea suficiente del todo».

Bala, el caballero de los gorriones


Pov. Katniss

Los siete días siguientes pasaron en un borrón. Dormía entre dolores y extraños y vívidos sueños que me hacían despertar jadeante y empapada en sudor. Soñaba que corría por un callejón oscuro que giraba y giraba sobre sí mismo y se hacía más largo y estrecho hasta que me vi obligada a frenar y a separar las paredes con los brazos antes de seguir cautelosamente hacia las negras profundidades que se extendían delante de mí. Lloré de miedo al ver que las pareces se cerraban todavía más, como si me fueran a aplastar. Cuando miré por encima del hombro, en la dirección por la que había llegado, la oscuridad era igual de insondable que hacia delante. Me detuve y me hundí en el suelo, donde me rodeé las rodillas con los brazos mientras sollozaba de miedo en aquella soledad.

Vas por el camino equivocado. Debes regresar, cielito. Él te está esperando.

«¿Mamá?».

—¿Quién está esperándome, mamá?

Abrí los ojos de golpe, desesperada por que fuera ella la que me respondiera.

—Shhh... Es la fiebre, Kat.

«Kat».

Dejé que los ojos se me acostumbraran a la luz para disipar el sueño nebuloso y dejar que la realidad ocupara su lugar.

«Es un sueño. Solo un sueño».

Peeta me secaba la frente con un paño húmedo y frío. Era una sensación muy agradable.

«Peeta Gabriel».

Como el ángel. Noté que tenía el labio inferior agrietado, y me di cuenta de que estaba sonriéndole.

—Ten, bebe esto —me dijo, sosteniendo un vaso frío contra mis labios. Levanté la cabeza todo lo que pude para sorber el agua helada. Se me deslizó por la barbilla, y Peeta me la limpió una vez que retiró el vaso y lo dejó en la mesilla—. Duerme, amor —añadió—. Estás recuperándote.

Curándome, sí.

«Duerme, amor».

Cerré los ojos de nuevo, y esta vez caí en un profundo sueño, sin pesadillas.

Me desperté con una importante tensión a la altura de las costillas. Miré hacia abajo y vi unas grandes manos masculinas sobre un fondo blanco, como si fueran una obra de arte en un lienzo perfecto. Todo lo demás estaba envuelto en una neblina, y lo único que podía enfocar eran esos dedos.

«Las manos de Peeta».

Eran preciosas, y, aunque yo estaba muy cansada, no podía dejar de tocarlas para trazar las elegantes líneas de sus dedos, para sentir las uñas, lisas y duras, para rozar el vello dorado del dorso, sobre la piel bronceada, y dibujar cada vena, cada nudillo. Las mantenía inmóviles mientras yo las exploraba, demasiado quietas, y me di cuenta de que no debían de ser reales. Peeta no querría que lo tocara de esa manera. No, solo recordaba sus manos... Solo eso... Cerré de nuevo los ojos y me dejé llevar por la oscuridad otra vez.

La fiebre, que Peeta me aseguraba que según el médico era normal — siempre y cuando no fuera demasiado alta—, se detuvo a mitad de semana, pero uno de los medicamentos me dio reacción; cuando vomité varias veces, sintiendo como si me hubieran sometido las costillas a una tortura medieval, pensé que iba a morir.

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