Capítulo 22

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New Orleans, Nochebuena 1897

La tristeza la embarga de nuevo. Su corazón podía estallar en cualquier momento. Una noche, hacía cinco años, había sido la mujer más feliz del mundo. Una noche, había dado frutos en su vientre. El fruto del amor que su esposa le había brindado entre varias mantas junto a una chimenea en una pequeña cabaña.

Aún podía recordar el tacto de su piel, el aroma de su cuerpo. La dureza de su sexo penetrando en el calor de su vientre. No podía olvidarla. No podía ni quería hacerlo.

Su familia le decía que se estaba matando poco a poco, muy lentamente, pero no era cierto, sus niños la mantenían viva, si no fuese por ellos, por sus niños... no, sus niños, no: los hijos de Alex. Los hijos que aquella noche la pelinegra había plantado en su vientre, y que ahora reían sentados a la mesa del comedor junto a sus primos.

La noche se presentaba llena de festejos, unos festejos a los que ella se unía sin la alegría propia. Las arañas de cristal del techo refulgían al brillo de las luces. La cristalería despedía brillantes arco iris. A la mesa engalanaba con la mejor vajilla de Sèvres, los cubiertos de plata de la abuela Chapman y la mantelería hecha a mano por su madre hacía muchos años en ricos tonos rojos y verdes, la embellecía todavía más el centro de mesa hecho con flores navideñas. Una mesa donde pronto se sentarían sus primos, sus tíos, sus hermanos. Toda la familia al completo, pero no toda. Faltaría Alex. Como cada día, como cada año, como cada Navidad.

Como era costumbre, los niños se sentaron en una mesa aparte. Una mesa donde los platos eran de resistente loza y los vasos de grueso cristal, pero una mesa llena de risas infantiles. Unas risas que la hacían pensar en lo que bien podría haber sido si un accidente no le hubiese arrebatado a la mujer que amaba con toda su alma.

Se acercó a la mesa de los niños tambaleante, como en un sueño. Todo parecía irreal. Se arrodilló junto a sus hijos y los abrazó. Les dio un beso a cada uno. El beso que su otra madre no les podría dar. Los niños se aferraron a su cuello entre risas, y la besaron sonoramente devolviéndole el gesto cariñoso. Ella sonrió. Una sonrisa sincera pero cargada de pena. De pena y de amor.

Ellos eran su fortaleza. Esas dos pequeñas criaturas la habían salvado del suicidio. Sí. Porque muchas veces había pensado en ello. En quitarse la vida para no sentir ese dolor sordo y profundo, pero luego pensaba en ellos. Si Dios les había arrebatado a su otra madre, ella no podía ser tan cobarde.

Una voz la llamó desde el salón principal. Piper se levantó acariciando el cabello de sus niños, y los obligó a sentarse derechos.

—Sed buenos y comed mucho o no tendréis regalos estas Navidades. ¿Me oís? —dijo con suavidad.

—Nosotros hemos sido buenos —dijo la voz de su sobrina—. Obedientes y limpios.

—Bueno, sí es cierto. Eres la niña más limpia y obediente del mundo.

Dejó un beso en la coronilla de la niña y Piper volvió al salón de adultos. Su primo Gavin se levantó de su asiento y retiró la silla para que se sentara. Piper fue a darle las gracias cuando se fijó en una sombra oscura que había en las enormes cristaleras que daban al jardín.

Perdió el habla y la respiración.

¡No podía ser! Su imaginación le estaba jugando una mala pasada. Tanto pensar en ella le hacía ver visiones, pero si era una visión, ¿por qué la veía de una manera en la que no podía recordarla?

Un nudo se le hizo en la garganta. Le atenazaba de una forma que no podía respirar. Mucho menos pensar. Tan solo podía quedarse allí. Mirando fijamente hacia las cristaleras. Su mano subió hasta su grácil cuello y allí se detuvo. Las lágrimas afloraron a sus opacados ojos azules llenándolos de un brillo que no habían tenido en años.

🔱 MY LADY 🔱 G!PDonde viven las historias. Descúbrelo ahora