❝miedo enlazado❞-06

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               𝐒𝐎𝐁𝐑𝐄 𝐄𝐋 𝐂𝐑𝐄𝐏𝐔𝐒𝐂𝐔𝐋𝐎, 𝐄𝐋 𝐒𝐎𝐋 𝐐𝐔𝐄 𝐂𝐎𝐌𝐄𝐍𝐙𝐎 𝐀 𝐍𝐀𝐂𝐄𝐑 disolvió cualquier rastro de oscuridad rojiza con su recorte de luz amarillento. Aunque Bakugo pudo dormir con normalidad, yo no he podido pegar un ojo, pues la adrenalina seguía creciendo conforme los segundos se arrastraban con más lentitud de lo normal. El miedo protagonizó gran parte de mi noche en vigilia. Un ruido sordo llegaba hasta el búnker omitiendo las distancias, en alaridos y golpes bruscos, entonces me levantaba una y otra vez merodeando la proximidad del escritorio miedosamente. Dudé en imaginar lo que habría sentido Bakugo en soledad perpetua, fingiendo la inexistencia del ruido... Habitando en zonas oscuras tiradas por una cuerda de reloj.

—Hay pistolas que utilizan balas de goma, pero la experiencia no es muy distinta a usar las de verdad —exclama a un par de metros. Nos alejamos alrededor de diez cuadras de nuestro bloque, en donde él hizo del estacionamiento de un viejo teatro el campo perfecto para practicar puntería llevando de víctimas botellas de vidrio—. Son pesadas y el retroceso sigue siendo igual de fuerte si no ejerces suficiente presión con ambos codos. Ya te lo expliqué más de diez veces, tonta, hazlo tú.

Zū se asoma tras mi espalda y observa curiosamente cómo me coloco en frente de una estantería repleta de botellas. Esperan por mi pulso tembloroso lejos de donde mi cuerpo se enfría con los brazos rectos y extendidos hacia el primer objetivo: un recipiente de sake verdoso, del cual yo recuerdo beber en las fiestas familiares una vez terminé cumpliendo los diecisiete años. Si es que llegaba a sobrar, papá le colocaba una tapa de corcho y se la llevaba a la nevera porque nosotros siempre perdíamos la tapa original. Mamá tenía una linda colección de sake, con vasos pequeños, blancos y decorados. Los consiguió en un supermercado durante la época de cerezos.

¡Fallé! La bala de goma rebotó en la madera y saltó unos cuántos pasos más hacia el frente. Por el impacto y la impresión, volví a caer al suelo bajo la mirada llena de prejuicios de la única persona viva en el mundo, aparte de mí. Zū baja de mis hombros dominada por el miedo del ruido sordo, y corre hacia el lugar de Bakugo para subirse a sus hombros ignorando sus quejas. Más allá de todo, no mueve los brazos para quitársela de encima.

—Aléjate o te cocinaré al fuego vivo, bicho fiero —refunfuña, pero ella no cede a su advertencia. Suspirando, se limpia las manos con un pedazo de trapo que encontró—. Eh, Thyra, no imaginé que fueses tan inútil.

—Cállate, tú has estado haciéndolo desde hace tiempo —me defiendo con rapidez. Los dedos de mis manos duelen por la fuerza con la que agarro la pistola. Es peor que el corte de circulación producto del frío—. Lo intentaré de nuevo... Todavía quedan seis botellas.

Las siguientes son iguales; sochu de envase negro cordobán que la abuela solía clasificar como el enemigo natural del sake. Recuerdo tomarlo para el final del ciclo, ante el festejo de un buen año laboral y estudiantil. Acostumbrada al sake, no conté con que el sochu fuese mucho más fuerte, por lo que terminé agregándole agua en la primera tanda y, finalmente, el primer té que encontré para poder diluirlo lo mejor posible. Papá y mamá tomaban awamori en vasos pequeños de cristal, al que agregaban tres cubos de hielo a pesar del frío de diciembre.

𝐓𝐀𝐗𝐈𝐃𝐄𝐑𝐌𝐈𝐀 | 𝗸𝗮𝘁𝘀𝘂𝗸𝗶 𝗯𝗮𝗸𝘂𝗴𝗼Donde viven las historias. Descúbrelo ahora