❝el silencio sepulcral❞ -07

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            𝐓𝐎𝐃𝐎 𝐄𝐋 𝐒𝐈𝐋𝐄𝐍𝐂𝐈𝐎 𝐃𝐄𝐋 𝐌𝐔𝐍𝐃𝐎 𝐏𝐀𝐑𝐄𝐂𝐈𝐎 comprimirse a nuestro alrededor una vez nos alejamos de los bloques y el panorama se despejó un poco más

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            𝐓𝐎𝐃𝐎 𝐄𝐋 𝐒𝐈𝐋𝐄𝐍𝐂𝐈𝐎 𝐃𝐄𝐋 𝐌𝐔𝐍𝐃𝐎 𝐏𝐀𝐑𝐄𝐂𝐈𝐎 comprimirse a nuestro alrededor una vez nos alejamos de los bloques y el panorama se despejó un poco más. En sí, el mundo se volvió más silencioso que nunca después de la taxidermia, pero aquí, la presión en mis oídos por la falta de sonido es bastante incómoda. Para distraerme del viaje, fui contando algunos faros anclados al borde del cordón. Por calle había alrededor de cuatro o cinco y, a medida que las casas iban bajando de costo —por la forma en la que estaban construidas—, el número iba bajando a uno por cada esquina. Mientras yo me distraía con lo que fuese, Bakugo seguía intentando recordar la dirección de la farmacia que había visto unas semanas antes de que yo llegara.

Habíamos pasado por otra mucho más cerca del búnker, pero ya no había nada más que medicamentos inservibles, vencidos, o cajas muy abolladas. Debido a ciertos acontecimientos no tan oportunos, él se vio obligado a utilizar todos los recursos que vio posibles: vendas, agua oxigenada, alcohol, antibióticos y corticoides cuando tuvo una enorme reacción alérgica al hacer contacto por primera vez con el pestilente olor a aceite quemado, del cual terminó acostumbrándose con el pasar del tiempo. Me asqueo de tan solo recordarlo. Además, por hoy mi nariz está un poco tapada, pero no es más que por el frío de este extraño invierno.

—Ven, Thyra —dice él—. Es aquí.

La sorda respiración del viento salado toma de estación una calle estrecha, con vallas sin terminar y un cartel gris de la suciedad donde marca que el límite de la velocidad era de treinta y cinco kilómetros por hora. De ahí en más, la calle se ensancha en dos direcciones opuestas. Rápidamente, hacia los borrosos extremos de la ruta, se acentúa una neblina espesa, rozando un tono azul. Detrás nuestro quedó una rotonda con todos los coches frente al semáforo aparcados. No rompimos ventanas o nos detuvimos a sacarle el polvo a las ventanas para husmear qué es lo que había dentro. Sería más de lo mismo: cenizas de los antiguos pasajeros. Caminamos otra calle más, que fue en bajada, y una gran farmacia de letrero eléctrico quemado se hizo distinguir por su cartel de publicidad. Me esforcé en pensar si la calle, tiempo atrás, era concurrida.

Detengo mi andar a pocos metros de la entrada. Bañaban de papel periódico las cristaleras cuando el turno de la tarde terminaba, pues muchos dueños de sucursales tan pequeñas no contaban con el dinero suficiente para costear un par de guardias nocturnos. Me alejo de la puerta con tres pasos. Observé una Chevrolet con manchas de herrumbre sobresaliendo de una pared de ladrillos en el local anexo, antes de que Bakugo tomase entre sus manos un trozo salido del asfalto para aventarlo bruscamente contra los vidrios. Estalló por todas partes; tardo en recomponerme por el sonido tan elevado, pero Bakugo acelera su paso y sus guantes son los que corren los últimos cachos de vidrio adheridos al marco de la puerta. 

—¿Llevaremos todo? ¿O repetiremos lo de la mercadería?

Su cabeza se mueve de arriba abajo con rapidez cuando hurguetea la primera estantería que se interpone en su camino. Hay tubos de vendas apilados sobre la repisa, cubiertos de polvo, pero útiles. Investigo por mi cuenta desde el lado contrario. Farmacias pequeñas como esta casi nunca tenían lo que mamá buscaba para la abuela; por eso siempre íbamos a las de los supermercados. Lejos de todo siempre hay secciones de perfumes. Sus líquidos se volvieron amarillentos o demasiado azafranados y, lo que de noche podría haber confundido con una gran mancha de sangre seca, a la luz del día se distingue que es el contenido de un esmalte rojo que cayó al suelo.

𝐓𝐀𝐗𝐈𝐃𝐄𝐑𝐌𝐈𝐀 | 𝗸𝗮𝘁𝘀𝘂𝗸𝗶 𝗯𝗮𝗸𝘂𝗴𝗼Donde viven las historias. Descúbrelo ahora