"encuentros abominables" -23

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          𝐂𝐔𝐀𝐍𝐃𝐎 𝐓𝐄𝐑𝐌𝐈𝐍𝐀𝐌𝐎𝐒 𝐃𝐄 𝐁𝐀𝐉𝐀𝐑 𝐋𝐀𝐒 𝐄𝐒𝐂𝐀𝐋𝐄𝐑𝐀𝐒 tengo la sensación de que nos estamos abalanzando súbitamente hacia un abominable precipicio

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          𝐂𝐔𝐀𝐍𝐃𝐎 𝐓𝐄𝐑𝐌𝐈𝐍𝐀𝐌𝐎𝐒 𝐃𝐄 𝐁𝐀𝐉𝐀𝐑 𝐋𝐀𝐒 𝐄𝐒𝐂𝐀𝐋𝐄𝐑𝐀𝐒 tengo la sensación de que nos estamos abalanzando súbitamente hacia un abominable precipicio. Nos movemos automáticamente, cedidos por una intriga insólita acompañada de dos fuentes de luz de distinto calibre. «El día está lejos de terminar», fue lo que pensé antes de acceder a toda esta locura. Llegamos a un pasillo sin desniveles, completamente frío y vacío. Las paredes metalizadas nos devuelven un poco de las luces y, al fondo, se alza una gran compuerta sellada. El botón a su costado es rectangular. Parece que solo accede a una única opción: presionarlo.

—Estas funcionan sin electricidad. En el caso de inundaciones los cables estallarían y los trabajadores quedarían aquí encerrados a su suerte —dice Bakugo, aproximándose hacia el botón. Es blanco y de gran tamaño—. Era mejor inventor sistemas de seguridad que no dependieran de la electricidad y que, además, crearan lugares seguros en los que resguardarse en caso de algún accidente.

Ambos dejamos de caminar al mismo tiempo. Él presiona el botón y la compuerta poco a poco se abre. El pasillo se carga de una grotesca vibración parecida al estridente sonido de un gran trozo de roca moviéndose por el suelo. Finalmente podemos ver otro trozo idéntico de corredor metalizado. Al fondo hay otra compuerta exactamente igual a la que acaba de abrirse; lo único diferente en ella es el botón a su costado que, en vez de ser de color blanco, es de un extraño verde apagado.

Tomo una gran bocanada de aire.

—¿Y si nos venimos aquí? Podría ser más seguro que estar dentro de un avión en donde podríamos ser descubiertos en cualquier momento —propongo.

Bakugo se aproxima hacia la siguiente compuerta en silencio. Las sombras se envuelven en sus hombros cuando escapa del radio de la luz del reflector que apunta únicamente a nuestras espaldas. Su frente está sudada y a cada rato se la limpia con el dorso de la mano. Yo siento tanto frío que, una vez le escucho oprimir el botón sin dudarlo más de dos veces, saco una bufanda de la mochila y me la envuelvo en el cuello con lentitud. Cuando la vibración se extingue volvemos a caminar hasta quedar del otro lado.

—No hay marcas en la comisaría, así que deberíamos sospechar de que en cualquier momento los rateros podrían venir a echar el ojo aquí. No querrás que nos encuentren durmiendo aquí por accidente.

Esbozo una mueca mientras observo un gran almacén repleto de estanterías metálicas. Desfilan en una hendidura fosca y parecen los huesos salidos de un gran cuerpo oscuro e inerte. En los laterales de la sala hay múltiples bases reforzadas con cristales gruesos, donde en sus plataformas centrales se muestran distintos tipos de armas encadenadas. Las puertas llevan códigos, pero las pantallas no están iluminadas.

—Bueno... Claramente el sistema de seguridad no hace que las armas también se desliguen de la electricidad. Sería ilógico, pero los trabajadores posiblemente sabían todos los códigos numéricos de las plataformas —dice Bakugo. La mayoría de las estanterías de metal están vacías, pero unas al fondo aún conservan algún que otro cartucho—. Por lo menos las compuertas funcionan y nos han traído hasta aquí.

𝐓𝐀𝐗𝐈𝐃𝐄𝐑𝐌𝐈𝐀 | 𝗸𝗮𝘁𝘀𝘂𝗸𝗶 𝗯𝗮𝗸𝘂𝗴𝗼Donde viven las historias. Descúbrelo ahora