Capítulo 21

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Los días en la antigua fortaleza eran más lentos de lo habitual. Había pasado tan solo una semana del ritual y Viveka sentía que llevaban allí meses. La falta de luz solar era un auténtico problema, más incluso que lo monótono que resultaba estar allí. 

Al principio tenía su importancia. Había que recibir a los aldeanos que iban llegando poco a poco, pero eso tan solo duró un día. Luego ocurrió el ritual y Sedilgune murió, dejando a Viveka con el pensamiento constante sobre lo que había hecho. Por suerte, Tora estuvo ahí para ella, apoyándola. Y, tras eso, nada. La gente había conseguido volver a la rutina: se habían abierto tabernas, talleres, fraguas... Engerest estaba resurgiendo en el interior de la montaña y, a pesar de ello, Viveka era incapaz de adaptarse a ese nuevo orden. Le parecía extraño, irreal incluso, y no podía dejar de pensar en lo que estaba ocurriendo fuera. ¿Habrían empezado ya las guerras? ¿Seguirían con ese juego de espías? Ninguna de las opciones era buena.

Se dio cuenta de que llevaba un rato observando la misma página del libro que tenía entre manos y lo cerró, cansada. Tampoco lo estaba leyendo, era un libro que había en uno de los estantes de la casa y el idioma en el que estaba escrito era antiguo y complejo, como todo lo que había allí. Las letras eran demasiado cuadradas, similares entre ellas, y tan solo podía apreciar los coloridos dibujos que se escondían entre las páginas. Había planos de casas, de las casas que había allí, y algunas ilustraciones de cómo quedarían terminadas. El artista incluso se había molestado en incluir algunas personas cerca de los edificios, personas con unas armaduras metálicas y tremendamente detalladas, con adornos en dorado. Llevan cascos también metálicos y lo único que se podía apreciar eran unas largas barbas. Se parecían a algunas de las personas que había pintadas por las paredes en esas escenas de batalla, con las mismas vestimentas. Fueran quienes fueran, estaba claro que habían vivido en esa fortaleza antes, y eso explicaba muchas cosas.

Por lo que podía deducir, eran personas dedicadas a la guerra. Había demasiadas forjas en ese escondite, todas muy bien equipadas. Aún quedaban armas apiladas en los estantes, pocas y descolocadas, como si las hubieran tenido que retirar con prisas y esas fueran las últimas que no había querido nadie, pero los materiales para fabricar más estaban intactos. 

Las corazas metálicas también se dejaban ver, aunque en menor medida. La única que había encontrado estaba en su propia casa, guardada en uno de los armarios y todavía brillante. El polvo y el tiempo no la habían deteriorado y, aunque no estaba segura, parecía que hubiera pertenecido a un niño. O bueno, casi se podía decir que toda la ciudad estaba hecha para niños. 

A pesar de la amplitud de las salas, de los pasillos, de las habitaciones y de todo en general, había ciertos muebles que eran muy pequeños. La propia mesa de la cocina tenía una altura tan baja que se veía obligada a cocinar lo poco que sabía encorvada y, cada vez que se sentaba en una silla, quedaba con las rodillas por encima de su cadera, como si se hubiera hecho una bola. Las camas también eran cortas, pero tenía la manía de dormir encogida y eso le había permitido adaptarse con facilidad. Incluso prefería esa cama a la suya, aunque fura solo por el hecho de no ver todos los días la cinta de su boda colgada de los barrotes. Aquí no existía, no había cinta ni barrotes, y sentir la madera contra sus pies, recogida sobre sí misma como un bebé, le permitía descansar con facilidad. 

Aún así, la falta de sueño era algo que le asolaba todas las noches. Quería saber de su hermano y de su padre, quienes en esos mismos momentos podrían estar luchando por salvar sus vidas. Quería saber de Sigurd quien, a pesar de ser el que se encontraba en una posición más calmada dentro de los muros de palacio, tenía un riesgo extra si descubrían su traición. Estaba espiando a las personas más allegadas al rey, incluso al propio rey, y eso podría ser motivo suficiente para cortarle la corona. Además, aunque estaba segura de que Sigurd no confesaría si le torturaban, todo el mundo sabía que él procedía de Valistue, que era uno de los favoritos del jarl y que, por lo tanto, solo él podría haberle dado la orden de acudir a espiar. Si se enteraban, toda su familia, incluso su poblado, quedaría destruida.

La jarl de EngerestDonde viven las historias. Descúbrelo ahora