Capítulo 27

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Viveka salió de la cabaña llevando puesto uno de los vestidos roídos de Catrine. Se habían esforzado en ocultar su posición, quitándole los adornos de las trenzas, ensuciándola y obligándola a encorvar su postura. Sin embargo, lo que más podría delatarla eran sus manos, unas manos delicadas jamás pasarían por las de una sirvienta, pero Viveka se había esforzado en entrenar durante esos dos últimos años y, gracias a la espada y al escudo, sus manos eran callosas y albergaban algunas cicatrices.

No obstante, Viveka sentía que no era suficiente. Podía ver en Catrine las marcas de la pelea, aunque ella aseguraba que había estado escondida la mayor parte del tiempo y tan solo la habían descubierto al final. Aún así la mujer tenía pequeños cortes y moratones recorriendo sus brazos y ella no quería desentonar. Por ello, la noche anterior le había pedido a Ivar que sacase su cuchillo. Lo hizo cuando la mayoría dormían, explicándole exactamente lo que quería, aunque sabía que habría ojos observándoles.

-¿Por qué? -había preguntado él, observándola con cautela.

-Por asegurarme -respondió.

-¿Y por qué yo?

Ella agachó la cabeza, ocultando la sonrisa. Había pasado un tiempo planteándose quién era el más indicado para hacerlo y sabía que debía ser él.

-Porque solo tú estás lo suficientemente loco como para aceptar esto sin intentar hacerme cambiar de idea -dijo-. Porque sé que incluso podrías llegar a disfrutarlo, tu particular venganza, y porque quiero que veas hasta donde estoy dispuesta a llegar.

Ivar asintió.

-A mí no tienes que demostrarme nada -murmuró, sus ojos oscuros clavados en ella y reflejando la escasa luz que se colaba por las rendijas de la ventana-, pero sí tienes razón en lo de la venganza.

Viveka dejó escapar el aire con fuerza, en una risa contenida. 

-Adelante pues.

Él desenfundó su cuchillo más pequeño, uno con una empuñadura dorada apenas lo suficientemente grande como para permitirle cogerlo. Tenía varios dibujos que simulaban hojas, unos detalles tan finos que contrastaban con la personalidad del muchacho. Tal vez se lo había robado a alguna de sus víctimas. 

Ivar acercó el cuchillo a la cara de Viveka y rozó su pómulo, provocándole un escalofrío cuando el metal frío la tocó. Deslizó la hoja suavemente, marcando un trazo superficial que apenas sangró. Escoció más que doler, una sensación incómoda y extraña al mismo tiempo, en un ritual en el que ambos se miraron a los ojos en todo momento. Era un intercambio de confianza, una manera de demostrarse de que, al menos mientras durase esa batalla, no se harían daño. La tregua que habían sellado en el lago seguía en pie. 

Él repitió el proceso cuatro veces más, cortando su barbilla en un ángulo opuesto y dejando los otros tres cortes restantes en sus brazos, todos igual de superficiales pero, a simple vista, dolorosos y causados por un combate. Una vez acabó, Ivar se encargó de asegurarse de que las heridas no irían a peor, apretándolas con vendajes para que pasase la noche y limpiando las que había en su rostro. 

En esos instantes, volviendo a pasear por las calles de Valistue, Viveka aún conservaba las vendas en sus brazos, pero prefería que las heridas fueran reales por si acaso alguien le daba por revisarlas. Si eso ocurría y en su piel no había nada, quién sabía lo que podía suceder. Al menos las marcas de su rostro sí estaban visibles para la gente. 

Viveka siguió a Catrine por las calles de Valistue como si fuera su sombra. Era consciente de las figuras oscuras de Ivar y Ansgard tras ellas, pero ambos se ocultaban a la perfección en el ambiente. No sabía cómo, el único indicio real que tenía de que estaban allí era que los dos habían dicho que estarían, y en ningún momento había llegado a verles. Tampoco estaba segura de cómo podrían actuar si las descubrían, pero no sabía si quería que respondieran a esa pregunta. 

La jarl de EngerestDonde viven las historias. Descúbrelo ahora