01 "El Ishtelita"

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El denso calor del desierto oscurecía la vista de los viajeros. Deteniendo permanentemente a la mayoría de los osados que se atrevían a traspasar sus fronteras. Esa mañana, al alzarse el sol, una silueta lo surcaba con decisión.

A pesar de su figura juvenil, avanzaba con el paso firme de un hombre adulto. Sin herramientas más allá de sus botas de piel y una densa capa escamada sobre la ropa escarpada. Cargaba en el hombro izquierdo un gran saco desaliñado manchado de una sangre seca tan espesa que dejó su hedor sobre la gruesa tela.

Un estruendo hizo temblar la tierra bajo sus pies. A kilómetros de distancia, el aire vibró transmitiendo el peso de unos restos desplomándose. Zaine alzó la vista del suelo que palpitaba, zarandeando con furia los atisbos de hierba seca. Señal de que el final de su viaje se aproximaba.

Una gota de sudor resbaló por el pálido rostro marcado por un corte cicatrizado en su mejilla, mientras sus ojos luchaban por enfocarse bajo el sol ardiente. Luego de semanas siendo manipulado por los espejismos del desierto, conseguía distinguir un sonido particular junto al trueno de los escombros. El bramido del agua cuya superficie resultaba perturbada.

Atraído por la promesa del cambio, Zaine acomodó el pesado saco que cargaba y emprendió el trote.

Sabía que era una tontería. Pero sus ansias de abandonar aquel asqueroso desierto eran más fuertes que su precaución. Se deslizó por el costado de una duna, notando en su descenso el espeso e interminable parche verde que se esparcía por el horizonte. Manchas grises se alzaban entre la espesura, remarcando los puntos donde en el pasado se alzaba una civilización ya inexistente.

Ocultos por la vegetación, los edificios envejecían, se corroían sus soportes y terminaban por desmoronarse. Algunos perecían silenciosamente como un árbol en el bosque, pero otros, como el que se desplomaba en medio del lago que alimentaba la selva, causaban un gran alboroto. El ruido espantaba a los animales, pero atraía a los Condenados. Y con una acumulación de agua tan prominente, el muchacho no dudaba que hubiese una Madriguera cerca.

Percibió el delicioso cambio de temperatura en cuanto su cuerpo abandonó el soleado páramo. Recostó su cuerpo contra un árbol, deteniéndose para permitirle a sus pulmones saborear el aire más húmedo. Tenía la barrera frente a sus ojos, pero la transformación era palpable y el alivio de haber cambiado de ecosistema regocijaba su alma.

Había luchado para salir del hábitat desértico por cuatro años. Cuando aún era un mocoso ingenuo que no sabía nada de la vida. Había perdido mucho desde entonces. Convirtiéndose en una persona distinta. Si su madre viviera estaría avergonzada de cómo se había vuelto, pero Zaine hacía lo necesario para sobrevivir. Sin importarle lo que tuviese que tomar a cambio de su propia vida.

Dejó caer al suelo el saco manchado de sangre, que emitió un ruido sordo de huesos chocando entre ellos. Abrió la boca del costal antes de retirarse la gruesa capa escamada sobre los hombros. Las escamas se habían vuelto tornasoladas por la prolongada exposición a los abrazadores rayos del sol y el resplandor duraría pocas horas bajo la sombra. Aunque su cuerpo resistía el calor y su piel no se quemaba, aquella prenda le permitió atravesar rápidamente los últimos kilómetros de desierto. Sin demora, la envolvió sobre sí misma, guardando cuidadosamente las escamas en el interior para evitar que se manchasen, antes de colocarlas dentro del saco.

Zaine aprovechó para deshacerse de un par de capas de ropa, quedándose solamente con una camisa verde de mangas largas color y sus pantalones negros. Extrajo del saco dos espadas medianas de acero. Las empuñaduras desiguales se ajustaron perfectamente a los soportes de cuero que el joven tenía sobre la espalda. Y aunque permanecieron resguardadas del calor por gran parte del viaje, Zaine las percibió calientes dentro de su vaina. Echo un vistazo al inventario, donde las provisiones escaseaban.

Crónicas de la Superficie: Los CondenadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora