08 El encargo

10 1 0
                                    

Oculto entre los arbustos Zaine observó trasladarse al grupo de venados rojos. Por el número de cervatillos y la ausencia de machos adultos, estaban en medio de la temporada de cría. Tiempo en que las hembras de ciervos rojos eran más vulnerables. Zaine observó a la hembra más grande, la matriarca. Aunque estos animales eran más masivos que los caballos de antaño, este ejemplar en particular era alto y robusto. Poseyendo una estructura similar a la de un macho de su especie.

La cierva alzó la cabeza y observó los alrededores mientras su manada pastaba. Los cervatos tendrían más de tres meses si podían pastar, por lo que al cazador no le preocupaba que pudiesen sobrevivir si se quedaban solos.

– Debimos colocar trampas aquí también – comentó un muchacho a pocos pasos suyos.

– Ineficiente – murmuró Zaine, recordándoles que estaban demasiado cerca para alzar la voz. – Los venados rojos no pasan más de un día en el mismo lugar. Preparen los arcos. –

Zaine notó que la mayoría de los jóvenes no obedecieron. Sus rostros quedaron fijos en Ayala, a cuyo liderazgo estaban acostumbrados. Y ella ya tensaba la cuerda del suyo. Al percibir la duda de sus compañeros la muchacha se detuvo.

– ¿Qué están esperando? – dijo con voz osca e inmediatamente los jóvenes obedecieron.

Zaine tomó el arco corto que Jason le entregase en la mañana.

"Tienes que devolverlo" le había dicho con el cabello despeinado, su expresión somnolienta y un cigarro en la boca. Una imagen que apenas evocaba miedo en sus entrañas, pero si las hacía revolverse en una sensación que no era capaz de descifrar.

Apartó el pensamiento de su mente y tensó el arco. Colocó una flecha y diez pares de brazos imitaron sus movimientos.

– Apunten – murmuró.

– Una sola flecha antes que diga el cazador y montarán guardia de noche por las próximas dos semanas – amenazó Ayala y más de uno tragó en seco.

Pero Zaine no les prestó atención. Sus sentidos estaban pendientes de la matriarca. La gran cierva de espeso pelaje rojo y vientre blanco seguía con la cabeza en alto. Sus orejas se movían a los lados y hacia adelante, intentando comprender qué era aquel susurro que percibía.

Con cincuenta ejemplares era un grupo grande y estaban bien alimentados. Los machos adolescentes mostraban indicios de cornamentas, pero no tenían valor más allá de su carne.

El cazador contuvo el aliento, apuntándole a la pata delantera izquierda. Si el primer disparo no la neutralizaba debía asegurar que al menos cojeara o le imposibilitara emprender la carrera. Los ciervos rojos eran inteligentes y tenían una estructura organizada.

– Disparen – dijo, liberando su flecha.

Una lluvia de proyectiles azotó la manada. Pero Zaine no esperó a ver si su presa era alcanzada. En cuanto la flecha se alejó del arco el cazador disparó otra en dirección al vientre de su caza. La matriarca soltó un bramido de dolor cuando la primera flecha se encajó en el hombro derecho, haciéndola tambalearse. Poco después el segundo proyectil le atravesó el vientre, derrumbándola completamente.

Al caer la jefa del grupo las otras hembras dudaron. Zaine sabía que estarían perdidas y desorientadas por unos minutos más, momentos en los que podrían obtener más presas. Las hembras también recibieron impactos. Algunos letales, pero otras se mantuvieron en pie. Tambaleantes.

– ¡Disparen! – exclamó seleccionando un nuevo objetivo.

Dos ciervos más cayeron presa de sus flechas antes de que el grupo reaccionara y salieran a toda velocidad hacia las profundidades del bosque, dejando atrás a los cervatillos atontados y golpeados cuyas madres estaban heridas.

Crónicas de la Superficie: Los CondenadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora