16. 𝘼

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Veintidós de enero.

"La niña que soñaba con ser una mariposa y aprendió a volar".

La cita escrita en piedra en la parte baja de la escultura no salía de mi memoria, sino que cada vez se enterraba más en esta. No sabía a qué se debía, o al menos no del todo. Si a la identificación, a lo enigmática que resultaba esa estatua en medio del bosque, a la belleza del poético texto o a un cúmulo de cosas que englobaba todo lo dicho y más.

Resultaba irónico que jamás hubiera llegado hasta esta a pesar de creer que conocía el bosque como la palma de mi mano. Por supuesto que sabía que había rincones en los que no me había adentrado, pero pensé que eran solo eso; rincones. Ahora sabía que no, que aquella zona se me pasó, y no estaba segura de si había alguna más o simplemente fue casualidad que ese lugar con un peso tan grande nunca hubiera alcanzado mis oídos, mi vista o mis pasos, pero lo hizo. Lo encontré al fin y lo vi sin esperarlo, sorprendiéndome tanto como emocionándome.

La primera e inesperada visita fue corta, porque después de inspeccionar totalmente confundida aquella estatua en piedra cubierta de musgo y humedad y totalmente desteñida, llegaron a nuestros oídos gritos identificables de nuestros amigos. Pero ahora me encontraba allí de nuevo, y había decidido ir sola a encontrarla, a pesar de que me costó tiempo, probablemente algo más de una hora.

El bosque era, no solo electrizante, húmedo, verdoso y azulado, frío, acogedor y majestuoso, sino también enorme y frondoso. Un laberinto en toda regla, solo que, en vez de pasadizos separados por muros de roca o arbusto, lo confuso eran todos los árboles que lo componían, que se entrelazaban entre sí y que rara vez dejaban huecos claros que conformaran caminos exactos para llegar a un lugar. Estaban totalmente mezclados, como si se hubieran lanzado fichas a un tablero y así se hubieran distribuido. Crecieron por orden de la salvaje naturaleza en un lugar aleatorio y crearon esa especie de pasadizo indescifrable que le regalaba otro encanto más, entre tantos, al bosque.

Había sido duro recordar los pasos que dimos Sunghoon y yo desde la entrada aquel día hasta el sitio, porque además, había pasado ya un tiempo desde la primera y última vez que llegamos y la vimos, casi un mes. Sin embargo, lo logré. Me detuve cuando divisé a lo lejos la piedra alzada sobre el suelo de forma poco común, lo que hacía semanas me había parecido extraño e inexplicable dentro de la rareza que de por sí el bosque emanaba, porque resultaba un lugar metafóricamente mágico y además su apariencia así lo hacía verse. Me aproximé a pasos lentos, intentando meterme de lleno en el papel, sentir las sensaciones que el tacto de las hojas cercanas de los árboles y matorrales me daban cuando chocaban con mi piel y la rozaban ligeramente hasta abandonarla con cada deslice de mi cuerpo, más hacia el interior de aquella pequeña y reservada zona. El círculo del suelo era curioso, pues estaba rodeado de árboles pero era perfecto, el final de un camino; un lugar emblemático, y supe que así lo quisieron plasmar quienes hicieron esa escultura, cuando sea que la hicieron. No había fecha en su pie, el cual volví a releer probablemente cientos de veces en pocos segundos. No había ninguna pista de cuándo apareció allí, ni mucho menos de por qué.

Sunghoon no creía en el destino, pero el adorado fantasma no estaba allí en ese momento. Es más, había miles de fantasmas a mi alrededor, de insectos, de pequeños gusanos que vagaban por la tierra húmeda y fértil del suelo, de pájaros en el aire y de animales que asomaban sus cabezas entre los huecos finos de los troncos separados de los alrededores, y a ningún espectro le presté atención, tan solo a los de mariposas que aleteaban sobre la mano extendida de la estatua.
Me olvidé, o mejor dicho, quise olvidarme por un momento, de que podía verlos. Me centré tan solo en mí. En mis sentimientos intangibles y lo que yo pensaba.
Y yo sí creía en el destino.

𝐈 𝐅𝐄𝐋𝐋 𝐈𝐍 𝐋𝐎𝐕𝐄 𝐖𝐈𝐓𝐇 𝐀 𝐆𝐇𝐎𝐒𝐓 | Park Sunghoon ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora