Capítulo Veinticuatro

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Llorar, gritar, lamentarse.

  Melissa ha estado decaída.

  Ya no viste sus ropas elegantes, ni se le ve con su actitud digna y altiva. Incluso hay empleados que la han encontrado llorando en los rincones de la casa, de manera desconsolada, totalmente desaliñada.

  Todos los empleados sabían que era así desde que una de sus compañeras se fue; no había secretos en el lugar, los rumores corrían de un lado a otro, y desde hacía un tiempo se había estado escuchando sobre un escándalo entre esas dos mujeres.

  Por ello, cuando la señora despertó gritando, reclamando que la habían robado y buscando por toda la casa y sus alrededores la sombra de aquella muchacha, muchos quedaron sin palabras. Pero muy en el fondo, se burlaron. ¿Qué dignidad había en aquello? Una dama se acostó con una sirvienta, otra mujer, y esta le dejó sin ninguna de sus joyas más caras.

  Aunque todos pensaron así, nadie se atrevió a decir nada de eso en voz alta. No tenían la capacidad ni la valentía para ofender a estos jefes pesados.

  De cierta manera, había que decir que admiraban a esa niña, hacer ese tipo de cosas y escapar de manera limpia, sin riesgo a enfrentar consecuencias, era algo con lo que muchos de ellos solo se atrevían a soñar.

  Guardaron silencio, y siguieron haciendo su trabajo. Pero de vez en cuando, miraban a la persona con ropas holgadas de seda blanca que se movía con lentitud por los pasillos, con su cabellera rubia pálida despeinada, y su rostro descubierto de maquillaje y con dos grandes sombras moradas debajo de sus ojos.

  Era como si no le importara nada.

  Ya ni siquiera parecía tenerle miedo a la abuela y al señor. Incluso se podía decir que los provocaba de manera intencionada.

  Justo como en ese momento.

  El señor Giorgio D'Luca estaba parado delante de ella, su cara arrugada por la expresión de ira, sus cejas casi unidas, su mano aferrándose a la ropa de pijama blanca en un puño, acercándose a aquel rostro apático de manera amenazadora, gritando hasta el punto de hacer doler su garganta.

—¡Habla, Melissa!

  Ella miró directo a sus ojos marrones, con indiferencia colocó sus pálidas manos sobre las del hombre, con un débil esfuerzo por deshacer el agarre.

—¿Y si no quiero, esposo? ¿Qué vas a hacer? —la voz era suave, pero no tenía emoción, tan mecánica que quien la escuchaba sentía escalofríos en la piel—. ¿Me matarás? Por favor, hazlo, me harías un favor al acabar con mi miserable vida.

  No obtuvo la afirmación que quería, solo fue deshechada a un lado de golpe, haciendo que pegara con brutalidad la cabeza contra la pared, dejandola por unos cuantos segundos aturdida, mirando su alrededor con ojos borrosos, sin distinguir las figuras que la acompañaban.

  Las niñas miraron esto, sentadas en uno de los sofas a unos cuantos pasos de ellos. La abuela en el medio, agarrando con cariño la mano de Andrea, dando suaves palmaditas de vez en cuando, Antonella del otro, con unos cuantos centímetros de distancia entre ellas; mientras que en sus piernas tiene a Bianca, la cual se cubre los ojos con sus manos diminutas.

  Se arrepentía de haber dejado su oso. También de no haberse sentado al lado de Nella.

—Su mami se ha portado mal, por eso su papi la está castigando —explicó con tono paciente la señora, mirándo a sus nietas con cariño—. Las cosas que ella hizo están mal, y por eso merece lo que le pasa. Ustedes tienen que aprender de ella y no cometer sus errores.

El caso de las niñas D'LucaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora