Capítulo Veintisiete

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Porcelana rota.

  El lugar donde se estaban escondiendo era deprimente: Una casa de un solo piso que todavía estaba en construcción, con sólo dos espacios y un baño sucio, no había puertas y en su lugar colgaban unas sábanas transparentes. El patio no tenía nada de vegetación. Y parecían estar aislados del resto de la sociedad, porque a pesar de tener una carretera cercana, pocas veces se escuchaba un carro pasar.

  No sabían dónde estaba ubicado, ni cuánto tiempo habían viajado, ya que se quedaron dormidas a mitad del camino debido al hambre, y tenían dudas de estar aún en el país.

  Pero no podían preguntar, temían hacerlo. Y en ese punto de la noche, sin nada que hacer, y sin saber si siquiera los adultos responsables se acordaban que ellas tenían la necesidad de comer, solo podían acostarse en el suelo y dormir.

  Y aunque ninguna lo dijo en voz alta, estaban esperando sufrir un accidente en la noche para no tener que despertarse al día siguiente.

  Mientras tanto, en el cuarto contiguo, uno frente al otro, estaban sentados madre e hijo. Giorgio con el último de sus cigarrillos entre sus dedos temblorosos, y la anciana con una taza de café caliente que quemaba la palma de su mano.

  No había necesidad de palabras, ambos sabían lo que el otro pensaba.

  Estaban acorralados.

  Con ayuda de algunos de sus contactos lograron escuchar con anticipación sobre su investigación. Pensaron que con unas cuantas llamadas todo podría quedar enterrado, pero que trágico fue que la otra persona le dijera que tenía las manos atadas, y no solo no lo ayudaría, sino que quisiera limpiarse a sí mismo poniendo todo sobre sus cabezas.

  Todo sucedió muy rápido, y en menos de dos días ya era un criminal buscado por el gobierno en todo el país.

  Esconderse era su única opción, pero tuvieron que abandonar muchas cosas por las prisas y ahora estaban cada vez más cerca de un callejón sin salida.

  Estaban limitados al no poder usar sus tarjetas y no poder ir al banco para sacar efectivo, porque de usarla serían ubicados y retenidos. Y a pesar de que estaban en un lugar aislado y relativamente seguro, no sabían cuánto tardarían en descubrirlos y ser arrestados.

  Muy en el fondo, ellos comprendían las dificultades que había para poder escapar, pero decir que se habían resignado era mentira. No importaba si lo que estaban haciendo era solo para retrasar algo que sabían era inevitable, aún lo harían si podía alargar su libertad.

  Se negaban a ser llevados y condenados.

—Todo es tú culpa.

  Giorgio miró a su madre tan pronto la escuchó hablar, la cual dejaba la taza aún humeante a un lado de la silla en el suelo, y se levantaba, caminando hacía una de las pocas ventanas de la casa.

—De no ser por tu perra, no estaríamos aquí, y el trabajo de toda mi famila de muchas generaciones no caería a este estado. Gracias a Dios está muerta —dijo en voz baja, sin ningún altibajo o alteración—. Supongo que también puede ser una bendición, no tendremos que seguir preocupándonos porque ella diga algo que no debe.

  Él no le respondió, solo apretando sus dientes con ira hasta que comenzó a sentir que le dolían las encías. Cerró los ojos con cansancio, sintiendo que su cabeza podría renventarse por el dolor, por lo que apoyó una de sus manos hacía su frente para descansar.

  Esa mujer parecía nunca callarse. Hablando sin cesar y enloqueciendolo lentamente.

  Estaba harto.

El caso de las niñas D'LucaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora