3: Silent Night

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2:02.

14ºF

3: Silent Night, Mariah Carey. 

Tras un maratón de películas navideñas y a lo que a mí me pareció un atracón en primer grado de comida japonesa, pactamos una tregua táctica para dormir. O, mejor dicho, para intentar dormir, porque el sueño se me escurrió entre los dedos como el vil y caprichoso traidor que era, dejándome a solas con mis pensamientos, la respiración pausada y profunda de Booth y... una incontinencia difícil de obviar.

Miré la hora en la pantalla del teléfono, sentada en la taza del váter y suspiré, frustrada. El vino fue mala idea por incontables razones, pero repetir el paseo de la vergüenza por sexta vez me parecía de alguna forma excesivo. El universo debía ponerme un límite de humillaciones diario, porque mi pobre corazón de pollo no iba a resistir mucho más.

Traté de obviar sin resultado que Booth había estado encerrado ahí. Las dimensiones eran minúsculas, pero eso ni siquiera encabezaba la lista de los aspectos que estaban mal en ese baño, porque su tamaño no dependía de mí, lo otro sí. El desorden acaparaba más la atención y escalaba puestos en mi lista de cosas por las que sentir ansiedad.

No es que fuese un desastre total en cuestiones de limpieza. Limpio estaba. Más o menos. Quizás con un par de pelos en el desagüe. Y la distribución de los botes, productos y demás cachivaches seguía las últimas tendencias de la entropía en los estantes.

Si el universo tendía a la entropía... ¿quién era yo para ponerle ruedas al desorden natural de las cosas?

Como consuelo, apesta bastante.

Como excusa, es patética. Y antes muerta que expresarla en voz alta. 

La segunda cuestión que más pensamientos anárquicos me suscitaba era mi indudable pinta de homeless retirado. Casi pego un chillido la primera vez que estuve cara a cara con mi reflejo. Mis sospechas sobre el rímel habían resultado ser ciertas. Me peiné lo mejor que pude, trenzándome el nido de pájaros que tenía por cabello. Puede que a Serena van der Woodsen el look desaliñado le quedase cool. Vale, mi cara y la de Blake Lively no eran precisamente parecidas. Era un privilegio de estilismo con el que no contaba.

Arrugué la nariz cuando el chorro de pis cesó.

Como la presencia masculina habitual en el cuarto rozaba cuotas inexistentes mis pijamas no eran de los que alguien calificaría como sexys. Tampoco es que me interesase que Booth pensara en mí en esos términos. El pobre tenía bastante que digerir con el rechazo de Gia y la pérdida de sus pantalones.

Y, técnicamente, mi pijama de renos era encantador.

Monísimo, me atrevería a decir.

Me peiné las curtain bangs que me habían parecido una idea genial cuando Gia las sugirió, pero que ahora resultaban una empresa arriesgada cada mañana e inspiré hondo. Booth no daba señales de vida consciente desde hacía más de una hora y eso era un levísimo consuelo con el que podía trabajar.

Caminé en silencio, de vuelta a mi cama y me sepulté con el edredón. Tras mi primer invierno bajo cero hice una excursión a Ikea, convencida de que los suecos sabrían más de frío que los insensatos habitantes de Florida en su burbuja calentita y despreocupada. 

Booth tenía serios problemas logísticos que se resumían en que la cama era de tamaño estándar y él... no. Estaba tumbado en una extraña posición que no tenía pinta de ser muy cómoda y aún así rebosaba por todas partes.

Su respiración me acunaba con el lejano eco del océano.

Era... agradable.

Cerré los ojos, preparándome para fingir que estaba dormida durante un par de horas más, cuando su voz surgió, como un susurro ronco que me precipitó el corazón contra las costillas. Tenía los nervios de un chihuahua. Uno con ansiedad.

La ciencia (in)exacta de los copos de nieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora