23: Big Boy

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23: Big Boy, SZA ft. Doja Cat.

No fue mucho más allá, porque una tripa llena no te invita a continuar por ciertos derroteros. En mi caso, casi siempre viene acompañada de somnolencia, que logré fingir hasta que uno de mis bostezos rompió uno de los besos.

No es muy cool eso de bostezar mientras compartes saliva, como dato.

Pero Gray se rio entre dientes, nada ofendido, y procedió a extenderse en mi cama, con toda su envergadura... ocupando prácticamente todo el espacio disponible. A esas alturas tenía adormecidos los labios, así que me tumbé a su lado, muy cerca, porque no podría ser de otro modo y continué con mi tarea de adoctrinarle en cuestiones de películas navideñas.

Aunque he de reconocer que me quedé dormida a los dos minutos de darle al play, perpetuando un muy injusto estereotipo que no solía ser cierto... a no ser que acabara de pegarme un atracón a comida japonesa y alguien jugara con mi pelo de la forma en la que Gray lo estaba haciendo.

Soy una criatura de naturaleza débil.

Cuando me desperté, la pantalla de mi ordenador estaba en negro y la respiración del chico era acompasada y profunda. Me costó, pero logré emplear los dos milímetros cuadrados de espacio que disponía para darme la vuelta sobre mi misma, con la habilidad de una tortuga anciana. El gran brazo del chico reposaba en mi cadera y el otro lo tenía bajo la cabeza, sirviéndome de almohada, puesto que él se había hecho con la mía.

Mis ojos vagaron por sus facciones relajadas. Cuando dormía tiene un aire aniñado de lo más adorable. Seguía pareciendo el niño revoltoso de las fotografías que su madre custodiaba con mimo en aquellos álbumes gigantes. Extendí los dedos para rozarle los rizos y una sonrisa se filtró en mis labios. No sé cómo, pero siempre se las apañaba para tenerlos despeinados, convertidos en un caos de lo más atractivo. Se pasaba las manos por el pelo cuando estaba ansioso, me había fijado.

En realidad, me había fijado en muchísimas cosas.

En las arruguitas que se le formaban alrededor de los ojos cuando sonreía plenamente, en el diente mellado sobre el que jamás había preguntado, en la marca de un agujero ya cicatrizado en su oreja, en las pequeñas y dispares cicatrices que tenía en el rostro; una más ancha e irregular bajo la barbilla, otra muy fina cerca de una ceja y algunas marcas de acné juvenil. También me había convertido cartógrafa experta y podía dibujar en un papel la disposición exacta de los lunares que tenía a simple vista. Aunque sabía que había más, toda una constelación que se extendía por su tez pálida.

Sonreía mucho, pero cada sonrisa tenía un significado diferente; algunas se torcían, otras no mostraban los dientes y algunas les desbordaban la cara hasta que se convertía en un objeto tan brillante como el mismísimo sol.

Le rocé el mentón, sintiendo la rugosidad del pelo incipiente. Su respiración me abanicó los dedos y la mía se perdió en algún lugar intermedio entre mis fosas nasales y los pulmones. El nudo de mi pecho se apretó con más fuerza y el corazón se me ralentizó. Cada bombeo era un pequeño seísmo, que se propagaba por mi cuerpo, de la cabeza a la punta de los pies.

Su atractivo iba más allá de lo estrictamente convencional o hegemónico y de alguna forma, a veces, se tornaba contradictorio. Ese aire infantil, manso, de perro grande y bonachón, pero con inclinaciones traviesas. Y después... después podía ser afilado, rotundo, dominante. O adquirir esa inexpresividad hermética, como un bloque de hielo.

«¿Por qué?»

La pregunta se arremolinó con el resto de los pensamientos y pujó por salir.

«¿Por qué parecías tan triste y vacío antes?»

La ciencia (in)exacta de los copos de nieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora