24: Say Yes To Heaven

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24: Say Yes To Heaven, Lana del Rey

A veces tenía pensamientos peligrosos.

No extremadamente preocupantes, pero no eran seguros del todo. Aparecían de repente en mi mente, envueltos en una bruma purpura. Distorsionados. Solía olvidarlos al poco tiempo, como si fueran parte de un sueño que tenía durante la vigilia. Y solo quedaba la sensación de haberlos tenido alguna vez; una emoción coja, sin forma, solo con fondo.

«Jamás seré capaz de olvidar el latido de su corazón».

La idea revoloteó por mi cerebro con ese cariz temerario y disruptivo, y, por alguna razón supe, solo supe, que esta vez recordaría por siempre dicho pensamiento. Al igual que los detalles del contexto que lo acompañaban.

Estaba tendida sobre el pecho de Gray, aún completamente desnuda, con las extremidades flojas y mi propia cabeza laxa. Lo saboreé, distraída, recorriendo la línea imaginaria que unía los lunares de su piel que dibujaban la constelación de Orión.

También recordaría aquello. La cantidad exacta de milímetros que los separaban y la temperatura que desprendía su piel, calentándome las yemas de los dedos.

Su respiración me abanicaba la coronilla y él se entretenía trazando patrones aleatorios en mi espalda. Nada lograba importarme. No de una forma significativa y acuciante. No de la forma poco saludable por la que solía preocuparme cada mínima insignificancia de mi vida hasta que la sobredimensionaba.

Luchaba por mantenerme despierta porque temía que aquello fuese una alucinación transitoria y que las aristas afiladas de mi propia lógica regresarían cuando abriese los ojos. Que empañarían aquel momento en el que simplemente me sentía tranquila. Feliz. Algo ausente.

Froté la punta de mi nariz contra su piel, impregnándome de su aroma y el pecho del chico vibró, a causa de una queda risa que elevó las comisuras de mis labios. Me incorporé un poco, como pude, levantando el cuello para poder tener una visión en primera plana de su rostro. Gray tenía la cabeza apoyada contra la pared y enarcó las cejas divertido en cuanto nuestras miradas se cruzaron. La suya seguía provocándome hormigueos por absolutamente todas partes. Más ahora que el nivel de sensibilidad de mi cuerpo había alcanzado cuotas máximas.

—Es extraño —las palabras se deslizaron en mi lengua sin que tuviera un verdadero control sobre ellas.

Gray desplazó una mano hasta posarla en mi nuca. Enterró los dedos entre los mechones despeinados de mi cabello y me sostuvo de esa manera que transformaba mi cuerpo en un millón de cosas maravillosas.

—¿Qué es extraño? —preguntó, con su voz algo más grave de lo habitual.

Alcé un único hombro, en un gesto elocuente.

—No lo sé. Todo.

Una sonrisa velada apareció en sus labios.

—Creo que vas a tener que ser más específica.

Dudaba que pudiera serlo. No me sentía el cerebro. Quizás me lo hubiera derretido de verdad, aunque mis conocimientos en fisiología me instaban a pensar en la imposibilidad de aquello. Me sentía algo pedo sin motivo aparente.

A lo mejor así era la felicidad despreocupada.

No recordaba haberlo experimentado antes, porque en el pasado siempre encontré la manera de ponerme la zancadilla a mí misma. Sabía, en el fondo sabía que solo era cuestión de tiempo que volviese a suceder.

—Esto —ladeé un poco la cabeza, entrecerrando los ojos, perdida en lo bien que se sentía sus dedos masajeándome el cuero cabelludo—. Tú. Yo. Nosotros. Hace diez días no te conocía y ahora...

La ciencia (in)exacta de los copos de nieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora