6: Snowman

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11:11.

17ºF.

6: Snowman, Sia. 

Caí.

No en el sentido que creéis. No en el sentido que mi prima no tuvo problema en insinuar añadiendo capas de confusa ansiedad a mi corazón que se desbocó en el acto. Aún no, al menos. Solo caí en la tentación, porque, por encima de el millón de pegas que desfilaron desordenadas por mi cabeza, relució un sentimiento genuino: las ganas de decir que sí.

Mi cerebro no funciona como un órgano funcional muchas veces. Tiende a sobredimensionar. Mucho. Muchísimo. La realidad no es ni la mitad de mala de como la percibo antes de que suceda. Me pongo fatalista. Y lo odio. Odio ser así y empequeñecerme ante circunstancias que ni siquiera existen fuera de mis conexiones neuronales.

Pero soy así y punto.

Por eso me sorprendí a mí misma tecleando una respuesta afirmativa, a pesar del apretado nudo de nervios en mi estómago. Por eso casi me descompongo en el portal de mi residencia cuando Booth pasó a buscarme a la mañana siguiente.

El viaje en coche fue incómodo porque mi mente continuaba demasiado activa y alerta, dolorosamente consciente de cada detalle. Era el instante de pánico infinito, en el que me replantaba mis decisiones vitales y asimilaba los matices de surrealismo que habían salpicado mi vida como pintura demasiado colorida en un cuadro monótono. La premisa era, sin duda, amarillo chillón en términos colorimétricos. 

Estaba en el centro comercial, a solas, con uno de los jugadores de hockey de la universidad.

No, no con uno, sino con él.

Con Grayson Booth.

El individuo que se coló en mi habitación en uno de mis dramáticos momentos de flaqueza y que de alguna manera se las ingenió también para colarse en otros sitios. Quise buscar desesperadamente una excusa en el último segundo, porque... joder, no podía hacerlo. No podía ir con él y no vomitar del estrés.

Pero ahí estaba. 

Y ciertamente, mucho más tranquila de lo que imaginaba. Nunca era tan terrible como imaginaba, claro, eso sí lo sabía. Pero Booth... tenía un nosequé que funcionaba como un bálsamo para mis nervios de punta. No desaparecían del todo, pero eran mucho más manejables que en presencia de otros individuos. Quizás fuese su sonrisa mansa de golden retriever, o lo gentil que parecía su mirada del color de las tormentas de verano. 

Mierda, no tenía ni idea.

Quizás era Mercurio y su manía de ser retrógrado cuando menos lo necesitaba.

—¿Blair?

Booth me sacó de mi abstracción mientras contemplaba el techo abovedado del centro comercial con el ceño fruncido, maldiciendo el movimiento planetario cual lunática. Traté de sonreír sin que el color ascendiese a mis mejillas. Noté el calor en el cuello, pero más o menos lo logré. Creo. De notarlo, el rubio se limitó a sonreír, tranquilo y señalar el escaparate, como si nada. 

—¿Qué te parece?

Me acerqué un poco, deteniéndome a su lado. Era una zapatería inmensa con decenas y decenas de pares de zapatos de todo tipo. La mirada de Booth reflejaba desconcierto, como si la visión lo superase de todos los modos posibles. 

—Elegir zapatos para otra persona es en extremo delicado —musité, pensativa—. A mí, al menos, no me gusta que otros los elijan por mí. No es que ponga pegas si lo hacen... —aclaré—, pero...

La ciencia (in)exacta de los copos de nieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora