27: L. O. V. E

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27: L.O.V.E, Michael Bublé. 

Los aeropuertos se reabrieron el treinta de diciembre. La tormenta de nieve ya había amainado, los operarios habían logrado despejar las pistas tras un arduo trabajo y el tráfico aéreo se había restaurado con normalidad.

Oficialmente, ya no estaba atrapado bajo capas y capas de nieve.

Extraoficialmente, mi estómago había decidido responder a un estrés que había estado aguardando, paciente, y, que, al fin, había estallado en mi interior como un huevo podrido. Recibí la noticia de la reapertura del aeropuerto sepultada bajo mi edredón, con mis dos pares de calcetines gorditos en los pies, mientras era ajena al mundo exterior, matando mis neuronas, una a una con vídeos de Tiktok en una burbuja de plena comodidad.

La notificación brincó frente a mis ojos y fue como pulsar un botón muy escondido en mi corteza cerebral. Me encontré a mí misma entrando en la página web para reservar los billetes, uno de ida y otro de vuelta, con la angustiante noción de que debía sentirme feliz; iba a poder pasar fin de año con mi familia. Pero sin ser capaz de rascar una sensación parecida. Por el contrario, me sentía apática, desconectada de mí misma y cuando la página me pidió los datos para efectuar el pago, la cerré.

Ahí fue cuando empezó a dolerme la tripa.

Puse el móvil en silencio, lo escondí bajo la almohada y me transformé en un ovillo bien apretado bajo las sábanas. Percibía el latido de mi corazón contra mis oídos. Su irregularidad. Era un episodio de la larga saga «relación disfuncional con mi cerebro».

Posé una mano sobre el epicentro de toda aquella angustia, dejé que me reverbera contra las yemas de mis dedos y me forcé a respirar, despacio. Durante unos minutos me dediqué a concentrarme en el flujo de aire, en su itinerario desde mis fosas nasales hasta mis pulmones, en mis músculos relajándose y contrayéndose.

Podría haberme dejado ir, permitido que la ansiedad y la confusión me arrastraran, acomodarme entre ellas y quedarme inservible durante un par de horas, martirizada por una visión distorsionada de una realidad que no me pertenecía. Pero sentía que, de alguna forma y sin ser plenamente consciente de ello, había avanzado. Un poco. Un pasito microscópico. Un espacio que podría parecer insignificante, pero que bastó para retener y desintegrar un rampante ataque de ansiedad procedente de ningún sitio.

Mi pulso regresó a su cauce, como un río crecido tras una lluvia torrencial.

Los retortijones seguían ahí, pero al menos su dolor era soportable.

Me tendí bocarriba y pateé el edredón para poder respirar el aire estancado de mi habitación. Ya había pasado. Estaba bien. Todo estaba en orden. Dejé que esos pensamientos se repitieran, como un mantra, hasta que las palabras me parecieron tan manoseadas que perdieron el sentido. Una vez más tranquila, extraje el móvil de bajo la almohada con el mismo mimo que un artificiero tratando una bomba sin la certeza de que estuviera desactivada.

En la pantalla de bloqueo habían aparecido más notificaciones.

Respiré hondo y opté por un enfoque simplista: una a una.

La primera seguía siendo la alerta que tenía activa de los vuelos. La pospuse para el final y avancé hasta la segunda. Era un mensaje de mi madre que se ofrecía a mandarme dinero para los billetes. El tercero era de Gray.

Me informaba que el entrenamiento lo iba a tener ocupado hasta la hora de comer y que podíamos vernos, si quería, después. Aún tenía el «sí» enredado en la punta de la lengua. Lo había integrado fácilmente como una parte de mí.

Aquella misma mañana Gray me había acompañado al campus tras la noche que pasamos en su piso. Me sentía tan extenuada física, mental y emocionalmente que no había reunido las agallas suficientes como para expresar mi último descubrimiento en voz alta.

La ciencia (in)exacta de los copos de nieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora