17: Last Christmas (2)

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17:32.

34ºF

17: Last Christmas, Wham. 

La ventaja indirecta de que un chico use tus tetas como piruleta favorita... es que queda poco espacio para la vergüenza después.

Obviamente existen muchas fronteras en la relación de dos personas. Entre ellas el crítico momento en el que alguno de los dos (presumiblemente yo) suelta una flatulencia que no tiene nada de sigilosa o inolora. Eso aún no había sucedido, pero la manía de mi ansiedad de licuarme los intestinos lo volvía más o menos inevitable.

La cuestión es que estaba cogiendo confianza.

Y cuando iba entrando en confianza me convertía en un diablillo hiperactivo en ocasiones. Gray empezaba a ser consciente de este dato en concreto cuando, tras salir de la ducha, le pregunté si podíamos hacer galletas.

Ni confirmo ni desmiento que para deshacerme de la energía sobrante que mis sucios pensamientos habían insuflado a mi organismo me puse a husmear entre los armarios de la cocina.

Me dio luz verde con una expresión ligeramente turbada y me puse manos a la obra. Mis habilidades culinarias ya habían brillado con su mediocridad antes, pero era una tradición en mi familia lo de hacer galletas en las vacaciones de Navidad. Me manejaba un poquitito mejor en la repostería.

Googleé una receta extra fácil (escribiendo esas palabras explícitamente en el buscador) de galletas, tras una breve inspección de los ingredientes disponibles. Eran gente extraña que no tenía ni una migaja de chocolate, pero por alguna razón que Gray no supo concretarme, sí que guardaban un tarrito con jengibre.

—Es mi turno de ponerme al mando —informé, con tonillo profesional, arremangándome hasta el codo y mostrando una disposición que no se correspondía del todo a la realidad—. De ahora en adelante, eres mi pinche de cocina.

Gray se apoyó en la encimera con una mueca guasona.

—Sí, chef.

—Un poco más de entusiasmo no vendría mal —protesté, enarbolando el cucharón de madera de forma amenazante hacia su rostro.

Me miró, con diversión creciente. Apenas se había secado el pelo y los rizos se le apelmazaban a causa de la humedad, pegándosele detrás de las orejas y en la frente, de un rubio muy muy oscuro. Se había puesto un conjunto deportivo que se ajustaba con exactitud milimétrica a sus dimensiones de cordillera.

Enarcó las cejas a mi cuchara, sin alterarse un ápice.

—De acuerdo, lo intentaré.

Apreté los labios, para no flaquear.

—Puedes empezar alcanzándome la harina y la levadura —apunté al armario que tenía al lado—. Todo en este piso está ridículamente alto.

—No es problema del piso, solo es que tú eres... pequeña.

—Mi estatura es estándar.

—¿Estándar? —se burló, extendiendo un brazo para alcanzar sin esfuerzo un estante que a mí me habría tenido dando brincos—. ¿Según quién?

—Internet. Búscalo. Media de estatura de las mujeres en Estados Unidos. Ciento sesenta y dos centímetros, mi altura.

—Así que te saco... treinta centímetros —calculó y la sonrisa se expandió en su rostro, mientras me pasaba la dichosa harina—. Te buscaré un taburete o una escalera para que puedas alcanzar donde los adultos dejan sus cosas.

La ciencia (in)exacta de los copos de nieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora