26: King of My Heart

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26: King of My Heart, Taylor Swift. 

Los copos de nieve caían en silencio al otro lado del cristal y, alguno de ellos, se adhería a la superficie y se fundían con lentitud. El corazón dentro de mi pecho experimentaba un proceso parecido. Me derretí en sus brazos, sintiendo cada centímetro de mi piel, de la suya, el calor que emanaba de nuestros cuerpos y el aire que abandonaba mis pulmones en un último jadeo, extenuado y satisfecho.

Enredó los dedos en mi melena desecha, abarcándome entera, manteniéndome contra él. Todo era piel. Todo éramos nosotros. Tenía la vista algo desenfocada. La lamparita de su mesilla era el único foco de luz y fuera había anochecido ya. Recliné la mejilla en su hombro. El cansancio físico, la reminiscencia de mi pulso desbocado, de la implosión... se fundía en un cosquilleo impreciso en el final de mi espalda, en el punto que el acarició con los dedos mientras seguía el contorno de mi columna vertebral.

Encaramada en su regazo, con mis piernas rodeándole y su boca escondida en mi cuello, besando, muy despacio, la zona exacta en la que mis latidos se evidenciaban me sentía como uno de aquellos copos.

Tanteé, con la yema de los dedos, su espalda, tan inabarcable, disfrutando de como sus músculos se contraían y relajaban. Solo el silencio llenaba la estancia, interrumpido por el eco de nuestras respiraciones que poco a poco iban regresando a la normalidad, mientras que nos tocábamos sin intenciones de separarnos.

Tenía sueño y la relajación que se había abierto hueco en mi cabeza se materializaba como un peso excesivo en mis párpados.

Gray me besó en el hombro y fue el primero en retroceder unos cuantos centímetros, lo que me hizo erguirme y buscar su mirada. La sonrisa se formó en mis labios, laxa, natural y él me sostuvo con el índice y el pulgar la barbilla.

Naufragué en su boca como un marinero encandilado por el cántico de las sirenas y simplemente me dejé arrastrar por el oleaje, cada vez más profundo. Me mordisqueó los labios, destruyó esa sonrisa de la que era el único artífice para después reconstruirla a base de pequeños besos que culminaron en un breve pico.

Quise retenerle, pero mis músculos apenas me respondían, así que solo me lo quedé mirando. Gray apartó los mechones pegajosos de sudor de mi frente con la punta de los dedos, llevándolos tras mis orejas.

—¿Qué? —preguntó.

—Estás muy guapo despeinado.

Alzó las cejas, con un deje juguetón. Su cabello era un desastre de rizos aplastados y desorganizados que llevaba mi nombre. Lo repasé con la mirada, tomándome mi tiempo. Su sonrisa burlona, extasiada, un poco atolondrada por la química post coital, aquel incisivo un poco mellado, el rubor que le coloreaba su tez lechosa, las estrechas franjas rojas que mis dedos habían ocasionado en su piel sensible, el brillo agazapado tras sus pupilas dilatadas en exceso. Todo eso llevaba un poco de mi nombre. Y yo sentía el suyo en todas partes, en la debilidad en la parte de atrás de mis rodillas y los lugares enrojecidos que su boca había reclamado y conquistado. En el silencio entre los latidos de un corazón que me resultaba ingobernable en su presencia. Lo tenía en la punta de la lengua, trenzado en los mechones de mi cabello, pertrechado en un lugar de mi mente en el que había anidado sin permiso.

—Vas a conseguir que crea que te gusto —se burló.

—Vaya —me mordí los labios en un vano intento de moderar la sonrisa que amenazaba con partirme en dos la cara. No me cabía. La felicidad se me escapaba por los poros de la piel—. Tendré que ser más cuidadosa con mis palabras, porque eso es inaceptable.

—Sí, ten cuidado —pidió. Cerró las manos en mis flacos y jadeé cuando me recolocó sobre él, de forma que quedamos más cerca—. Me emociono deprisa.

La ciencia (in)exacta de los copos de nieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora