29: Love is All Around.

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29: Love is All Around, Wet wet wet. 

Estaba adormilada cuando la señal de abrocharse los cinturones se encendió. Mi incómodo puesto en la fila de en medio me impedía ver la ciudad haciéndose cada vez más nítida, pero el corazón me retumbó en el pecho y reactivó toda aquella adrenalina en mi interior.

Me senté, muy tiesa en mi asiento, aferrada a la mochila a punto de ceder. Estaba nerviosa. La inexperiencia me jugaba una mala pasada. Otra vez. Y no estaba acostumbrada a ser valiente. Contaba con la posibilidad de flaquear, de que esa vocecilla reptara entre mi determinación y me susurrase calamidades y motivos de peso para no arriesgarme.

Y como lo esperaba, fue sencillo hacer oídos sordos a esos susurros que conducían a callejones sin salida. 

No iba a volver a permitir que aquello volviera a devorarme por dentro y anulara. Ahora que sabía lo que era sentir no iba a renunciar a ello tan fácilmente por un puñado de inseguridades, la gran mayoría infundadas y de mi propia cosecha. 

Suspiré, de manera entrecortada. El corazón me latía tan fuerte que los pasajeros de al lado debían poder escucharlo. Enterré los dedos en la tela estirada al máximo de mi mochila cuando el avión empezó el descenso.

Las ruedas contactaron con la pista y el avión, pasado un rato, al fin se detuvo. Sonreí cuando un grupillo de gente prorrumpió en aplausos. De no haber estado tan acartonada, me habría unido a la celebración de haber sobrevivido a un vuelo.

El trámite de bajar solo incrementó mis nervios y mi impaciencia, pero me obligué a respirar de una forma más o menos estable y a moverme con lentitud entre el amasijo de personas que me rodeaba. Los tumultos no eran lo mío, desde luego. Las vacaciones terminaban y mucha gente regresaba a sus hogares.

Al otro lado de las enormes cristaleras tuve una visión de las pistas, de los montículos de nieve aislados en los bordes. El frío. Mi breve visita a Florida casi había hecho que me olvidara de lo inclemente del tiempo. La luz era muy azulada y a lo lejos, en la calle, podía advertir que la decoración Navideña aún no había sido retirada.

Tenía el abrigo enganchado en las correas de la mochila y aunque por poco fallezco de una lipotimia, me había puesto las medias térmicas por debajo de los pantalones en casa. Miré mis deportivas de lona, con una mueca resignada. Las botas no me hubieran cabido. Tenía un par de calcetines extra en el bolsillo de mi cazadora, por si eran necesarios.

Desbloqueé el teléfono móvil y desactivé el modo avión. Tenía un mensaje de Gray, de hacía unos diez minutos, indicándome de que ya había llegado al aeropuerto. Caminé con más ganas, todo lo rápido que el exceso de peso en la espalda me permitía, hasta que terminé jadeando.

Booth, de por sí, era una persona fácil de identificar. Su altura lo hacía sobresalir sobre lo demás, con sus sempiternos rizos despeinados y la complexión típica de un sistema rocoso. No obstante, en aquella situación, destacaba sobre los demás por un detalle extra con el que no conté.

Al verlo, frené, sin aliento, con la espalda adolorida y convertida en un sinfín de latidos.

Ahí estaba, de pie, en medio de centenas de personas, sosteniendo unos carteles muy particulares.

«No comprendes la magnitud de la escena de los carteles. Remueve».

Me eché a llorar, sin necesitar nada más. Estábamos a unos pocos pasos de distancia, que mantuve intactos mientras leía lo que había reflejado en el folio tamaño A2.

«Puede que no entienda la escena de los carteles. Pero sé que es importante para ti».

Me guiñó un ojo y pasó al siguiente.

La ciencia (in)exacta de los copos de nieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora