14: Stand by Me

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34 ºF

14: Stand By Me, Ben E. King

Voy a exponerme: mi tolerancia a la frustración es casi nula.

Y, en aquellos momentos estaba muy frustrada.

Para ser un pobre NPC diosito había gastado muchísimo presupuesto en el propósito de dificultarme la existencia. Ser cáncer me hace inherentemente dramática, pero permitidme defender mi punto, incluso podría confeccionar una bonita presentación de diapositivas con un formato en tonos papel que rezase: «Blair es una pringada, volumen *inserte cifra absurdamente alta*».

Cuando me fui a dormir exhausta por el día que llevaba de altercados emocionales el cántico de todos los niños del mundo que exigen nieve por Navidad se aunó dando como resultado una espectacular nevada. No, aquello era un eufemismo. Un temporal gigantesco que sepultó los aeropuertos de la zona inutilizó varias carreteras y suspendió el transporte hasta nuevo aviso. La tímida nieve de los anteriores días había sido un prólogo flojo para lo que vino después. 

Mi madre se alteró hasta rozar el histerismo cuando se lo comuniqué, llorosa, a primera hora de la mañana. Mi padre que siempre había hecho gala de un talante más relajado me prometió que cuando despejaran las carreteras iría a buscarme, a pesar de que quedaba ridículamente lejos.

Negocié con él: cogería el transporte que más cerca me dejara, si no restablecían las conexiones entre los Estados. Para ser sincera aquel acontecimiento era más que suficiente para absorberme en una espiral de dramatismo apocalíptico. Pero fun fact, la cosa no se quedó ahí. 

Hay un dicho popular que asegura que las desgracias nunca vienen solas. Creo recordar que una vez leí que se trataba de un efecto de tu cerebro en la búsqueda de patrones.

Tanto da, no estamos aquí para dar explicaciones racionales y sesudas a mi vida, eso le quitaría la chispa.

Como si no fuese bastante castigo quedarme atrapada en una ciudad hasta los topes de nieve, la calefacción de la residencia se estropeó. La bajada brusca de las temperaturas que aconteció a primera hora congeló las tuberías y adiós. Algo negligente por parte del mantenimiento, en mi opinión, teniendo en cuenta que vivíamos prácticamente en las afueras de Siberia.

Me percaté de esta cuestión en particular cuando me empezaron a castañear los dientes y al poner una mano en el radiador estaba más marchito que mis ganas de existir. El conserje me informó que debido a la nevada y las fechas no habían conseguido a nadie que viniese a arreglarlo en menos de dos días.

Dos días, es decir, cuarenta y ocho horas, dos mil ochocientos ochenta minutos, ¡ciento setenta y dos mil ochocientos segundos sin calefacción!

Tras ese periodo de tiempo podía aplicar para ser un Caminante Blanco en la próxima entrega de Juego de Tronos.

Así que, sí, no llevo bien la frustración.

Y tampoco el frío.

Me dejé caer sobre la cama desecha, echándome el edredón por encima. Llevaba puesto el abrigo y aún más o menos era soportable estar en mi habitación. En mi cerebro cundía el pánico, lo que se traducía en una quietud espeluznante, como si todas mis neuronas se hubieran suicidado cual lemmings azuzados por Disney.

Sabía que Morgan guardaba una copia de la llave en algún punto de la fachada del edificio. Para acceder a ella tendría que cavar más de dos metros de nieve y nadie me garantizaba la integridad de sus tuberías.

La ciencia (in)exacta de los copos de nieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora