13: Until I Found You

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38ºF

13: Until I Found You, Stephen Sanchez.

Hay cosas del mundo que me cuesta aceptar. Desde bien pequeña he sido fiel defensora de la estabilidad. Mis padres siempre relataban que, cuando se me perdió mi antiguo y primer chupete, me negué a aceptar otro. Porque era diferente, no el mismo al que estaba acostumbrada y por extensión, ya no me gustaba.  Ser consciente de que la realidad es la suma de variaciones de toda clase no me vuelve menos reticente frente a estas. De hecho, suele producirme una ansiedad abrasadora en la parte alta del estómago.

Pero la vida se mueve, constantemente, fluye, se entremezcla, toma bifurcaciones, y ante esto solo tienes dos opciones: aceptarlo o fingir que no ocurre.

No cuál de las dos tomo yo.

Obviamente la segunda.

Hasta que me cansé. La transición no es tan simple como optar por la primera opción, ni tan indolora. Tomar la decisión es solo una parte del proceso,  por eso, mientras los tonos se extendían en el altavoz de mi teléfono, mi pobre corazón de mazapán entró en estado taquicárdico.

Como esto es una comedia os ahorraré la conversación lacrimógena que mantuve primero con mi madre y, después, con mi padre. Me arranqué la espinita que resultó tener la envergadura de una viga de madera. Desnudé mis inseguridades y se las mostré a las dos personas que más me querían en el mundo, quiénes siempre me aceptaron como era (o hicieron su mejor esfuerzo). 

Expuse mi realidad en tal y como la sentía y pedí perdón por las mentiras que, en el fondo, ninguno de los dos se tragó; por la forma en la que me refugié en la negación y desoí sus intenciones. Rechacé su decisión sin ponerme en su piel, el proceso que ambos emprendieron no era sencillo, pero yo solo fui capaz de escudarme en mis propios sentimientos y obviar los suyos. 

Pedí perdón entre lágrimas y mocos, con la voz temblorosa y la garganta adolorida. Mi madre me rogó que regresase a casa, aún podía pasar la Nochevieja con ellos. Le dije que lo intentaría. Se lo prometí con el nudo deshaciéndose en mi interior hasta que me quedé sin una gota de humedad en el cuerpo.

Estuve bebiendo sorbitos de agua como media hora, mirando al vacío, con una sensación liviana extendiéndose por mi pecho y un alivio que me cosquilleaba en la punta de los dedos. Permanecía aún en ese estado de desconexión mental cuando el teléfono vibró, ganándose mi atención una vez más.

El nombre que leí en la pantalla me hizo fruncir el ceño.

Era una videollamada, así que suspiré, de forma entrecortada por el esfuerzo del llanto y carraspeé para normalizar mi voz. Era inútil ocultar que había llorado, porque tenía los ojos hinchados, pero no me importó.

Descolgué, colocando el teléfono sobre la almohada.

—¡Feliz Navidad! —estalló Gia, al otro lado, con una sonrisa que perdió fuerza conforme sus ojos recorrieron mi rostro. Se inclinó sobre el teléfono hasta que solo distinguí sus cejas perfectas—. Blair, cariño, ¿estás llorando? ¿estás bien? ¿qué ha pasado?

Me lamí los labios salados y logré sonreír con sinceridad.

—Estoy bien, he hablado con mis padres y...

No completé la frase porque, aunque resultaba biológicamente inviable, me haría llorar otra vez. Gia asintió, con una chispa de comprensión en la mirada que me libró de la responsabilidad de continuar.

—Ya veo —sonrió, con un cariño genuino que me calentó el pecho—. Me alegro.

—Gracias. Yo también —admití, sorbiéndome los mocos sin una pizca de pudor. Cuando compartes cuarto durante meses se te permiten esas cosas. De ahí que la confianza de asco. Literal—. Feliz Navidad, Gia.

La ciencia (in)exacta de los copos de nieveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora