CAPÍTULO XXX

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Sus pasos eran lentos, cautelosos y suaves, trataba de pasar desapercibida paseándose por los pasillos de la casa. Sus manos reposaron sobre el frío barandal de hierro que apretó para mantener el equilibrio y poca fuerza que había recuperado tras noches seguidas de descanso.
La mirada en sus ojos delataba escepticismo, se quedó fija en el horizonte sobre la pequeña ventana dónde la vela del milagro se había reducido notoriamente, poco más de la mitad; donde su flama era muy pequeña y juraría que con la mínima corriente de aire se apagaría por completo. El pensarlo le dio escalofríos que la hicieron quejarse en silencio.

Se giró mientras utilizaba un manto para cubrirse del frío que, al menos, ella sentía, y que le estaba calando horriblemente. Al mirar a su alrededor se dio cuenta que todo se estaba cayendo a pedazos, literalmente, había grietas por todos lados, pasando desde por debajo de sus pies hasta extenderse por las paredes e incluso puertas.
Su respiración pareció detenerse cuando vio que, de todas las puertas de su familia, las de Dolores, Isabela y Camilo estaba completamente apagadas, solamente que la de este último tenía una especie de aire siniestro que incluso Casita le señaló.

Las baldosas del piso temblaron una a una indicando el camino hacia aquella puerta. Su curiosidad le animaba a averiguar qué es lo que pasaba, y redirigió su camino hacia ella, cada paso hacía que el suelo crujiera agrietándose aún más.
Tenía la corazonada sobre algo terrible, algo que le hundía el corazón pero que al mismo tiempo aceleraba sus latidos, se preguntaba que podría ser, que es lo que iba a encontrar del otro lado.
Su mano se posó sobre la perilla, dudó antes de girarla considerando darse media vuelta para marcharse sin dejar rastro, aun cuando lo pensó, Casita volvió a sacudir las baldosas, lo que interpretó como una orden para que lo hiciera.

La puerta se abrió siendo empujada lentamente, la luz penetró entre la oscuridad y vacío de la habitación. Iluminó dejando un rastro por el que pudo notar que algo se movía.

Cuando el ojo único volteó hacia su dirección, permaneció estática.

— T-tío Bruno... — Murmuró siniestramente.

No podía ver más allá de un extenso charco carmesí derramado en el piso. Inmediatamente sus ojos se enfocaron en el visionario; el que sostenía un pedazo de carne entre sus manos haciendo que estuvieran pintadas de rojo y por las cuales escurría sangre, sangre del cuerpo inerte que estaba frente a él; el que había sido despedazado, mutilado, desmembrado.
Por si eso no le parecía lo suficientemente aterrador, cuando el mayor se movilizó un poco dejó a la vista el cadáver, incluso desde ahí podía observar los terribles actos que Bruno había provocado en él, su caja torácica abierta de par en par dónde sus órganos habían sido saqueados y regados por el suelo.

Una verdadera escena del crimen que ahora tenía un testigo dispuesto a contar su versión de los hechos.
Bruno se reincorporó con rapidez siendo sacudido por un sentimiento de adrenalina combinado con desconcierto, eso no estaba en sus planes y le había arruinado el momento. Pudo saborear el inusual sabor metálico del fluido vital, pudo probar bocado de su corazón después de que se lo arrancara con sus propias manos, pero también quería probar de sus entrañas y hundirse en el olor putrefacto cuando el cuerpo estuviera en descomposición, solo para reír, burlarse y satisfacer su demencia interna.

Que su sobrina lo viera como el monstruo que realmente era lo ponía nervioso, porque entonces todo lo que le dijo acerca de la familia se convertían en mentiras, se rompía la fantasía en la que la había envuelto donde él era el héroe y los Madrigal los tipos malos.
Se acercó poniendo sus manos frente a él como modo de neutralizarla, paso a paso.
No había experimentado la sensación de estar perdiendo el control en muchos años, de que sus piernas se reflexionaran cediendo a la culpabilidad, que sus brazos temblaran y no fuera capaz de decirle algo.

Infame | Bruno MadrigalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora