Capítulo 34

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—Tranquila, Nora

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—Tranquila, Nora... ¡Aguanta! ¡Ya queda poco!

La mano de Cindy aferraba muy fuerte la mía, mientras que Brenda me abanicaba con un folleto que había cogido del bolsillo trasero del asiento del conductor.

—¿Puede darse prisa, por favor? —le exigió al taxista, acalorada y consumida por los nervios.

—¡Viene otra! Ay, no... ¡Joder!

Mis alaridos fueron tan fuertes que el conductor pegó un volantazo que nos impulsó a las tres hacia delante.

—¡Por Dios, tenga más cuidado! ¿No ve que esta chica va a parir en su taxi si sigue conduciendo como un lunático?

—¡No me presionéis! Estoy a punto de sufrir un infarto —alegó el pobre hombre, secándose el sudor de la frente con un kleenex y maldiciendo por lo bajo—. Me impresiona mucho la sangre.

—Tranquilo... —Cindy pasó sus manos a través del asiento y le dio un apretón amistoso en el hombro. Más nos valía calmarlo si queríamos llegar vivas al hospital.

Y entonces, otra contracción.

—¡Maldita sea! ¡Te odio, Rick! ¿Me oyes? Dondequiera que estés... ¡Espero que ardas en el infierno, cabrón de mierda! ¡Esto es por tu culpa!

Adiós a mantener la calma.

—Ya, ya... falta poco, Nora. Vamos, cariño, eres una campeona.

Brenda no dejaba de darme ánimos. Mi mano pasó a estrujar la suya con tanta fuerza que hasta sentí el crujir de sus huesos.

—¡Lo siento, lo siento! Ay, Jesús, ¡casi te arranco los dedos! —me disculpé jadeando.

Dos minutos más tarde, ya estábamos aparcando de mala manera a las puertas del hospital. No descartaba que al taxista lo tuviesen que atender en Urgencias por una crisis de ansiedad.

Cindy bajó del coche a toda velocidad y Brenda me sujetó por detrás, ayudándome a salir como buenamente pudo. Una vez en la recepción, nos atendió una mujer robusta que nos miró por encima de sus gafas de pasta.

—¿En qué puedo ayudaros?

—¿Está de broma? —cuestionó Brenda alucinada—. ¡Se ha puesto de parto!

—¿Cada cuánto tienes las contracciones?

Y fue preguntarlo para que otra endemoniada me azotara como una bola de fuego incandescente. Me sujeté la tripa porque creí que me partiría en dos del dolor.

—¡Joderrrrrrrr! —me lamenté rogando que alguien me inyectara urgente un calmante, antes de destrozar el hospital con mis propias manos.

La mujer se levantó con toda su parsimonia, se inclinó hacia delante y, hablando por un pequeño micrófono, solicitó un celador.

Rápidamente, apareció un chico joven con chaquetilla de enfermero y se apresuró a sentarme en una silla de ruedas.

—¿Cómo te llamas?

Sentirte Decir "Te Quiero" #crisálidas3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora