3 | La nostalgia huele a sábanas limpias

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3 | La nostalgia huele a sábanas limpias


Hannah

Daniel se tambalea un poco al ponerse en pie, y lo imito antes de echarnos a andar hacia donde él dice que está su coche. La casa de Cris está a las afueras de Hawthorn Bay, y es por eso que la calle está prácticamente vacía a estas horas de la noche, apenas iluminada por el resplandor de unas cuantas farolas.

El recuerdo de la música se atenúa a medida que nos alejamos de la casa. Al girar una esquina, el aire frío me hace estremecer y me froto un poco los brazos para recuperar algo de calor. Estamos ya a finales de verano, y aunque durante el día aún hace buena temperatura, por el oeste de Inglaterra ya refresca cuando el sol comienza a caer.

—¿Tienes frío? —pregunta Daniel, sin dejar de andar.

—Un poco.

Durante un par de segundos, parece dudar, pero se detiene a quitarse la chaqueta y me la ofrece.

—¿Qué haces? No hace falta.

Sigue tendiéndome la chaqueta y alza las cejas, a la espera de que la coja.

—Yo no tengo frío, cógela.

Otro escalofrío me recorre la espalda y termino por aceptar tras un escueto «gracias». Agarro la chaqueta vaquera y me la pongo. El interior, que aún guarda el recuerdo de su calor corporal, es muy agradable. Me queda bastante grande, pero no digo nada al respecto.

El coche del padre de Daniel es un Opel Corsa gris que, a pesar de tener ya unos cuantos años encima y salvo por un tenue arañazo en la parte delantera, está como nuevo.

—¿Me pasas las llaves? —le pregunto.

—Están en el bolsillo.

Meto ambas manos en los bolsillos y rozo el metal con los dedos. Una vez abro, nos sentamos dentro, el uno junto al otro. Introduzco la llave en la ranura y enciendo el contacto. Se me hace raro conducir un coche que no sea el de mi madre, así que no puedo evitar que la tensión se me acumule en los hombros.

Lo primero que hace Daniel es poner la calefacción para que entremos en calor, lo cual agradezco porque, incluso con la chaqueta, tengo las manos heladas.

—¿Estás listo?

Él asiente con más entusiasmo de la cuenta, pero en el último momento parece darse cuenta de algo.

—Espera —dice, muy serio—. No puedes llevarme a mi casa.

—¿Por qué no?

—¿Cómo te vas a ir luego a la tuya?

Se me escapa una risa. Aunque lo ha negado antes, está más borracho de lo que él mismo piensa. No es que sea de mi incumbencia lo que Daniel Hudson haga o deje de hacer a estas alturas, pero me alegro de que no se le haya ocurrido irse solo.

Arranco y salgo del aparcamiento marcha atrás, mirando por los retrovisores para asegurarme de que no le doy a ningún coche.

—Tendré que quedarme a dormir contigo.

Daniel se alarma al instante.

—¿Qué dices?

—Lo que has oído. Duermo en el suelo y por la mañana salgo por la ventana, como cuando éramos pequeños.

No contesta. Lo miro de reojo un momento y veo el gesto de preocupación aún más marcado en su rostro. Está valorando en plan como si lo hubiera dicho en serio, y a mí me cuesta aguantarme la risa.

Entre líneas | ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora