Capítulo 23

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Campanas de boda

Las semanas siguientes transcurrieron sin penas ni glorias. Ya estaba empezando a pensar que Enzo no estaba interesado en mí como creíamos Abby y yo, aunque seguía enviando señales más claras que los fuegos artificiales del carnaval. Por otro lado, yo estaba comenzando a hartarme del jueguito este del gato y el ratón.

¿Para cuándo iba a lanzarse, cuando encontraran agua potable en Marte?

En cualquier momento sería yo la que le plantaría cara y lo obligaría; o bien a pedirme algo más que una amistad o a dejarme tranquila y libre para estar lista para la conquista de algún otro mozalbete...total, ni que fuera la primera vez.

Pero no fue necesario. Un buen día, mientras preparaba la salsa parmesana para acompañar el pollo del menú, por fin se decidió a hablar.

—Tengo que pedirte algo y no sé cómo hacerlo de la forma correcta–me dijo bajando la voz, aunque yo ocupaba siempre para trabajar la última estufa de la cocina y el resto del personal quedaba totalmente de espaldas a nosotros, además de que todos andaban tan inmersos en sus labores que difícilmente se percataban de que platicábamos a solas y en evidente complicidad.

—Si quieres te ayudo–le sugerí acercando mi rostro al suyo.
Él desvió la vista un poco, creo que preocupado de las personas a nuestro alrededor, pero volvió a mirarme casi enseguida.

—Me vendría bien tu auxilio, igual no tengo idea de cómo podrías...—lo hice callar de la mejor manera que sabía, con un beso, que no por fugaz dejó de ser intenso. Su boca me transmitió una calidez que añoraba.

—¿Entonces aceptas?–me dijo al tiempo que, con disimulo, pasaba el pulgar por su labio inferior, buscando borrar las huellas de carmín que podría haberle compartido.

—Si acepto qué, ¿ser tu novia?–respondí fingiendo ingenuidad. Él solo asintió con un gesto.

—Te lo digo en la cena de esta noche, si me invitas a alguna claro.

—A las 7 te recojo.

—Ok, te espero.

Qué les cuento para que no se aburran de mí. Esa vez sí que hubo cena, pero no una romántica y normalita como la que tuvimos la última vez; sino una donde los comensales tenían instinto caníbal.

Casi que nos comimos, que digo yo comimos, eso suena muy educado, nos devoramos mutuamente.
Yo y mis deseos carnales contenidos por meses, él y sus ganas de mí.

El sexo fue genial. No le quitaré méritos a nuestro primer encuentro de esa naturaleza. Los preliminares estuvieron fantásticos. Hubo besos apasionados y me corrí en su boca sin poder controlarme ante las caricias de su lengua despiadada y experta en el arte de lamer.

Él, por su parte, al verme contorsionarme por los espasmos del clímax, no demoró mucho en cubrir con un preservativo los centímetros de su miembro erecto a más no poder, con lo cual, estuvo presto para irrumpir en mi interior.

No obstante, casi no tardó en sacarle música a su instrumento. Para decirlo bonito, bastaron un par de minutos frotando su arco por las cuerdas de mi violín para que tuviéramos que dar por terminado el concierto.

Ni una sola partitura volvió a tocarse esa noche.

Al parecer, mi chef era de los que se conformaba con el plato entrante y el principal, y se quedaba tan plenamente satisfecho, que no le interesaban los entremeses ni los postres. Una verdadera tragedia para mí si tenemos en cuenta lo mucho que me fascinan los dulces.

Su silencio durante el acto fue otro balde de agua fría sobre las llamas de mis expectativas. Acostumbrada como estaba a las palabras candentes que me susurraba Aaron al oído, a sus preguntas para cerciorarse de qué quería y cuándo lo quería, sus exigencias para que le dijera lo mucho que me gustaba lo que me hacía, me habían malcriado un poco en ese sentido.

Con sal en la pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora