Capítulo 42

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A escena, un cañón

Solo dos pensamientos ocuparon mi cabeza mientras aquel avión atravesaba las nubes: mi abuela y Sal, las dos personas más importantes de mi mundo.

No quería pensar, me aterraba la idea de tener que vivir sin ellas, pero era una posibilidad, de hecho, Olivia ya se había convertido en la más real y dolorosa de todas.

Todavía no sabía qué pasaría con Salomé, con nosotros. Yo quería lo mejor para ella, no me importaba si el precio era tenerla lejos, o quizás perderla para siempre, porque era innegable que la propuesta de Enzo era una gran oportunidad, aún cuando soy consciente de que en el fondo, su propósito no es otro que reconquistarla.

Por Dios, siento que estoy viviendo una pesadilla. Cómo puede la vida dar tantos giros en tan pocos días. Quien sea que esté escribiendo el guión de mi vida debería frenar el carro un poco, porque la verdad es que me está llevando por una pista de adoquines en un automóvil de Fórmula 1.

Con esas ideas flotando en mi cerebro caí preso del sueño y me despertó el amable aviso de la aereomoza de que nos estábamos preparando para aterrizar.

Tal y como suponía, al llegar a casa se hizo palpable el dolor.

Todo estaba listo para los funerales de abuela. Mi padre y su esposa se habían encargado de todo y de veras que lo agradecí. Yo no lo hubiera hecho mejor, no como me sentía, con la cabeza hecha un lío y el corazón dividido por la angustia.

En el cementerio recibí el saludo de todos los que la conocieron, incluso de los que yo no conocía. Gérard también vino a dar su pésame y se notaba seriamente afectado. Yo aproveché para agradecerle por lo que había hecho por ella en sus últimos momentos.

-No tienes por qué darme las gracias. Tu abuela era una mujer especial para mí, siempre lo fue y siempre lo será. Ojalá hubiera podido hacer más-dijo y me dio par de palmadas un poco toscas en el hombro. Aquel hombre alto, corpulento, de barba y cabellera blanca, que una vez intentó enseñarme todo lo que sabía de jardinería, ahora se veía disminuido por la pena. Esa que solo asoma la cabeza cuando se pierde un amor.

¡Si lo sabré yo!

Por teléfono también recibí muestras de apoyo. De Ed el primero, que otra vez andaba en plan Gulliver, ofreciéndole su arte al mundo. Maggie fue otra de las que no demoró en hacerse presente por la vía telefónica, tal y como lo hizo Don Emilio, que no había acudido personalmente al entierro para no incomodar con su presencia a papá.

Los esposos Martin sí que habían estado conmigo todo el tiempo, un gesto que aprecié sobremanera, aunque ellos me dijeron de todo menos bonito en cuanto intenté agradecerles.

Sally también había llamado. Estaba sumamente angustiada, triste, no paraba de decirme que quería estar aquí conmigo, pero la tranquilicé informándole que no estaría solo, que el señor Pratt me acompañaría unos días en la casa y de paso me ayudaría a organizar las cosas de mi abuela.
Sería esa una buena oportunidad para limar asperezas con relación a mi padre.

Estaba decidido a cumplir el último deseo que me había pedido la Nana: perdonar a papá. Reconciliarnos definitivamente mientras compartíamos la misma casa era el regalo que nos hacía ella, su último sacrificio, y yo lo honraría, claro que sí.

****

Una semana después ahí seguía sumido en la tristeza, pero poco a poco comenzaba a resignarme. El trabajo me estaba ayudando mucho en ese sentido.

Todo era rutinario hasta que un buen día, durante una de esas tardes en las que no tenía ganas de volver a casa, escuché voces en la puerta de mi oficina, segundos después mi secretaria me anunciaba la presencia de una visita inesperada y desconocida.

Con sal en la pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora