Esta historia continúa

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Él...

Juro que cuando salí de ese apartamento era el hombre más feliz del planeta.

No pensaba, o sí, pero sólo en una cosa; en que ella me quería, me amaba carajo, y no era solamente por lo bien que follábamos, como alguna vez fue.

Aquello era amor de verdad, amor del mismo calibre del que yo sentía por ella desde hace años. Ese que empecé a notar que afloraba desde la primera vez que se me enfrentó en la biblioteca de la universidad.

Siempre que viajo hasta ese día no puedo evitar recordar el inicio, la tarde en que la conocí—apuesto que debo tener cara de idiota ahora mismo—pero supongo que para eso existen los recuerdos felices, y ese es sin duda uno de mis preferidos.

Estaba tan linda. Qué digo linda, estaba que te cagabas de puro nervio de solo verla moverse intentando darle a la pelota de pim pom.

Misión imposible, por cierto. Creo que, si la raqueta hubiera sido una tabla de surf y la pelota, una de playa, tampoco habría tenido éxito en marcarle un punto a su adversario.

Mala no, era malísima jugando al tenis de mesa, pero se enojaba que era un primor. Su rostro haciendo pucheros mientras maldecía entre dientes me obligaba a sonreír cada dos minutos.

Y cuando la sorprendí mirándome...santo cielo, fue hipnotismo.

Esos ojos oscuros a juego con sus cejas perfectas, sus tupidas pestañas y esa boca pequeña y mordisqueable, eran una combinación que se anunciaba peligrosa para mí.

Es cierto, no era dueña de un cuerpo de infarto ni mucho menos. Era bajita y delgada, pero me gustan así, manuables, de las que no te oponen resistencia cuando la cama no es una opción y tienes que improvisar. Pero lo que me conquistó de ella no fue su físico, fueron sus agallas.

Ese mismo primer día me la cogí. Me la cogí con la mirada y ya no pude dejar de mirarla más.

En todo ello pensaba mientras el avión me devolvía a mi ciudad, a nuestra ciudad, esa donde ahora podíamos empezar a vivir el amor de verdad.

La haría mía, mi mujer, mi amante, mi amiga, mi compañera, mi todo.
Me disculpan lo posesivo, pero es que no sé querer de otra forma; o, mejor dicho, a ella no sé amarla de otra manera.

En cuanto regrese de Madrid le pediré que venga a vivir conmigo y con la Nana. Por fortuna ellas congeniaron desde el minuto uno en que se vieron y sé que mi abuela la aprecia muchísimo. Esa vieja se pondrá histérica de felicidad cuando le cuente, no veo la hora.

Con sal en la pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora