Capítulo 33

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Camelia

Era una mujer dulce, de voz melodiosa, morena y extra delgada, de pelo y ojos negrísimos, nada de pechos irreales, ni cinturita de Barbie o nalgas del tipo Kardashian.

Aquella señorita de 25, con ese cuerpo, parecía no encajar en ese lugar; sin embargo, su manera de tratarme, de dirigirme, de adiestrarme, me harían caer en cuenta con el tiempo de que no necesitaba más de lo que por naturaleza tenía para seducir, conquistar y por supuesto, ganar dinero.

Se llamaba Camelia, más bien era su nombre artístico, el real nunca lo supe.

Sí, exactamente. Ella creía que era un boom llevar el nombre de una prostituta famosa y no saben con qué orgullo lo mencionaba. La vida que le tocó cargar apenas le había dado la oportunidad de instruirse y el nombre lo adoptó por sugerencia de una amiga que, al parecer, no le hizo el cuento como iba.

Ella no tenía ni idea de que, en realidad, la historia que cuenta Alejandro Dumas (hijo) en su novela La Dama de las Camelias, no está protagonizada por una mujer llamada como esa flor, sino como otra: Margarita, y que el detalle de las camelias estaba dado por el hecho de que la famosa cortesana parisina, se colocaba en el pecho una camelia blanca cuando estaba disponible para los hombres y una roja cuando no.

Fíjense, hasta lo que leía (una de mis pasiones a puertas cerradas) estaba condicionado por la ausencia de mi madre y el odio de mi padre.

Mi búsqueda por saber qué era una prostituta, me había llevado a leer la obra cumbre de Dumas, una cuyo tema principal rondaba precisamente la prostitución, aunque también tiene un gran mensaje de amor, sacrificio y abnegación.

Camelia, la mía, estaba lejos de saber que la meretriz de esta gran historia murió aquejada de tuberculosis y sin la compañía del hombre que amaba, pero a mí me parecía bonita y tierna su idea de homenajear de esa manera a la que consideraba su heroína.

De cierta forma admiraba el hecho de que ella hubiera sido capaz de quedarse con parte de lo mejor de la historia, el mensaje de la mujer empoderada que, gracias a su cuerpo, se hizo de un nombre entre la aristocracia de su época.

El resto de las peripecias de Margarita Gautier-un personaje para nada salido de la ficción-nunca se lo conté. ¿Para qué arruinarle la ilusión?

Con Camelia no solo disfruté de los placeres carnales. La verdad es que fue mi mentora en eso de ser un buen amante.

Me enseñó los laberintos del cuerpo de una damisela y cómo moverme dentro de ellos. Me dio lecciones sobre dónde, cuándo y cómo tocar las partes más sensibles de la anatomía femenina y me mostró que una dama desnuda, no es solo carne para saciar el hambre de un momento; también puede ser postre para degustar con calma.

En pocas palabras, me educó el sentido de la paciencia.

No obstante, la mejor lección que aprendí bajo su adiestramiento resultó esta: «como hombre, lo más excitante del sexo no debería estar únicamente en lo que logras sentir, sino en ver a la mujer retorcerse de placer y saber que es todo gracias a ti». Es mi doctrina hasta hoy.

Camelia y yo, además de esa misión de «entrenarme» adoptada por ella- que no sé de dónde surgió-en la cama teníamos otro acuerdo. Ella no me obligaba a tener sexo oral-por Dios, antes me abría las venas con un corta uñas que dejar que alguien pusiera su boca ahí-y yo no trataba de besarla. No sé por qué, pero tenía una obsesión rarísima con Pretty Woman, la peli de la Julia Roberts.

-Nada de eso muchachito mío, que la bárbara esa tiene mucha razón. Si besas, te enamoras y si te enamoras, dejas de cobrar, y yo mi amor, no me puedo dar ese lujo-recitaba como si fuera su consigna.

Con sal en la pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora