Capítulo 40

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Dime que no es verdad

El teléfono en mi bolsillo comenzó a dar gritos en cuanto se cerró la puerta del elevador que nos conducía de vuelta al apartamento.

Ni lo miré.

Necesitaba las manos para retener a Sal contra la pared de aquella caja transportadora, la boca para comerme sus labios y la voz para soplarle en el oído las guarradas que tanto la excitaban; así que no, no podía contestar. A quien fuera que me requiriera le devolvería la llamada, más tarde, cuando mi cuerpo saciara su apetito, ese que ella despertaba con su sola presencia.

Salimos del ascensor sin despegarnos y llegamos hasta la puerta dando tumbos, chocando con cuanto objeto había posicionado en aquel bendito pasillo que ahora se me hacía interminable.

Sin embargo, el maldito aparato no paraba de chillar. Parecía empecinado en lograr que le hiciera caso. Era la tercera llamada ya, por lo que muy a mi pesar, tuve que sucumbir ante tanta insistencia.

¡Qué maravilla la tecnología, pero mira que jode!

—Mejor veo quien es—le hice saber a Sally entre besos.

—Sí, será lo mejor, pero que sea rápido—respondió ella dándome un último beso antes de perderse dentro de la habitación.

Para mi sorpresa, en la pantalla leí: Señor Pratt. Era mi papá.

Hace meses que nos estábamos acercando, por supuesto, mi abuela hacía de mediadora. Me había convencido apelando siempre al mismo discurso, el que estoy convencido repetía lo mismo de un bando que del otro.

—Nosotros somos una familia pequeña, apenas tienes par de primos lejanos, con los que no mantienes ninguna relación, entonces te das el lujo de apartar a los pocos parientes que te quedan—me había dicho una vez.

—Te recuerdo que yo no fui quien se apartó, a mí me apartaron, que no es lo mismo—me defendí.

—Hijo, los errores no son cadenas que se arrastran. Tu padre vive arrepentido por el modo en que manejó las cosas contigo, pero si tú no lo dejas entrar en tu vida de nuevo, él se lo va a perder, pero tú algún día te vas a arrepentir y no quiero ese peso sobre tu conciencia. Nunca es demasiado tarde para pedir perdón; sin embargo, a veces nos demoramos mucho  para pasar página.

Yo la escuchaba atentamente, más callado que un mueble. Porque aquella vieja era medio bruja, te engatusaba con las palabras, te obligaba a darle la razón apelando a su truco más conocido y temido por mí: la cadencia en su voz y la suavidad en su sermón.
Era una combinación letal. Les juro que no sé cómo lo hace.

La cosa es que desde que llegué a vivir con ella, cargando con mis 10 años, una mochila llena de ropa descuidada, mis malas pulgas, mis lágrimas, mi soledad y mis ganas de odiar al mundo, me había recibido con una calma que daba miedo, intimidaba.

Mi abuela jamás perdió los papeles delante de mí, ni de nadie, ni siquiera cuando mis «ocurrencias» demandaban una reacción, cuando menos, enérgica.

La Nana poseía un autocontrol que sólo podría ser comparado con la ecuanimidad de un Maestro Zen; pero no se confundan, también era experta ideando castigos ejemplares que siempre lograban su objetivo de hacerme reflexionar y no querer volver a recibir otra dosis.

Así me enderezó, sin golpes, sin gritos ni malos tratos. Su método conmigo iba más de convencimiento que de imposiciones. Me venció con astucia, con sabiduría, con amor y yo al final terminé cayendo rendido a los pies de esa mujer regordeta que hoy me era tan imprescindible.

Olivia no se había formado en un templo Shaolin ni mucho menos, pero su incursión en el magisterio la convirtió en un ser paciente y capaz de lidiar con cualquier tipo de carácter, aunque hace poco me confesó que el mío, le supuso un enorme desafío.

Fue ella la primera en enseñarme que, por amor, siempre vale la pena cualquier sacrificio, pues a lo largo de su vida, se vio forzada—más veces de las que hubiera querido—, a renunciar a cosas que le importaban por aquello que amaba con locura.

La primera vez que lo hizo fue cuando se enamoró de mi abuelo y sus padres lo rechazaron por el solo hecho de que era un humilde obrero de la construcción. Mis bisabuelos les dieron la espalda, pero eso no la amedrentó nunca. Se convirtió sin ayuda en una esposa adorada, más tarde en una madre ejemplar y en el transcurso, supo volverse una maestra respetada y querida en la comunidad donde se habían instalado.

No obstante, la Nana jamás dejó de ser una buena hija. Con el tiempo perdonó el desdén con el que la habían tratado sus padres y su único hermano y, antes de morir estos, llegaron a reconciliarse con todas las de la ley.

—Yo te lo digo por experiencia mi hijo. Familia no es solo la que la formas, sino también aquella de donde provienes, y ambas partes deberían funcionar como un todo—me dejó caer una vez.

—Mi familia eres tú y mientras te tenga no necesito a nadie más—respondí.

— ¿Y cuando ya no esté? ¿No te da miedo volver a quedarte solo? Porque a mí sí que me aterra la idea, no de irme para siempre, sino de dejarte en soledad, que es justamente lo que va a pasar como sigas empecinado en no darle la oportunidad a tu padre de que se redima contigo. Ya espantaste a Salomé, una muchacha que te quiere de verdad y eso me consta, de otro modo nunca me hubiera caído bien. No cometas el mismo error con el hombre que ayudó a darte la vida—insistió.

Ella se había propuesto reconciliarme con su hijo y no pararía hasta conseguirlo. A cabezota no le ganaba ni yo, y eso que era medallista olímpico y mundial.

Se imaginarán entonces que, par de discursos más como ese, fueron suficientes para ablandarme. A esas alturas ya le contestaba llamadas a papá, aunque seguía llamándole Albert y le había prometido una visita a su casa, la cual por cierto, seguía demorando.

Fue en esa visita en lo que pensé en cuanto vi su nombre reflejado en la pantalla de mi escandaloso móvil.

Este seguramente se habrá cansado de esperar—supuse— e intentará obligarme a que pase de una buena vez por su casa. ¡Con las ganas que tengo yo de verle la cara a su mujer! (nótese el sarcasmo).

Pero bueno, que todo sea por la felicidad de Olivia.

Ya ven que tengo razón cuando les digo que esa vieja es bruja. Me tiene hechizado, hace conmigo lo que quiere. Y así ando yo desesperado por juntarla con Salomé.

—Qué clase de loco tú eres Aaron Miller, mira que ponerte a cavar a conciencia tu propia tumba, y lo peor, con qué entusiasmo—me dije mientras reprimía una sonrisa tontorrona.

Todos estos pensamientos y recuerdos se agolpaban en ráfaga en mi cabeza en tanto me disponía a descolgar el aparato, que seguía sonando con desesperación sobre mi mano derecha.

No sé cuánto tiempo duró la llamada. No sé qué más me había dicho aquel hombre que alguna vez reconocí como mi padre. La verdad es que dejé de escucharlo tras la primera oración que balbuceó.

Sus palabras me habían transportado a un universo distante, uno en el que nada de lo poco que acababa de decirme, podía ser real.

Sally me encontró en medio del salón, perdido. El teléfono se había escurrido de entre mis dedos como si fuera líquido. Mi papá ya no estaba del otro lado de la línea y yo, ya no seguía allí, es más, ni siquiera me sentía yo mismo.

—Aaron, amor, ¿estás bien?, ¿qué te pasa?, ¿quién llamó?—su voz fue como un anzuelo. Me pescó en alta mar y me devolvió a la realidad.

—Es mi abuela Sal—las lágrimas me ahogaban, tuve que sentarme porque sentía que me abandonaban las fuerzas. Ella me miraba y comenzaba a impacientarse.

—Qué le pasa a Olivia, Aaron, habla por favor—me suplicó.

—Está muerta Sal, mi abuela está muerta, ya no está, la perdí. Dime que no es verdad, por favor.

Su llanto me inundó de pronto.

Nos abrazamos, y por un par de minutos, nada fue más importante que llorar y apretarnos fuerte.

°°°°
Esto va dedicado a uno de los amores de mi vida, mi segunda madre. Porque yo también tuve una abuela que era mi vida, y que ya no está más. Perdón por la nota triste 🥺😞😭

Con sal en la pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora