Capítulo 47

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Eres mía

Volé a mi oficina. No más divisé a Valeria al entrar por el pasillo procedí a darle la orden que estaba seguro cambiaría mi vida para siempre.

—Muchas felicidades por su ascenso señor-dijo mi espigada secretaria en cuanto estuve lo suficientemente cerca.

—Ya veo que las noticias corren rápido por aquí, pero todavía no soy el mandamás. Antes tengo que hacer un viaje relámpago a la capital española. Si me hace el favor, póngase en contacto con la aerolínea de siempre y resérveme el primer vuelo que salga para allá. Cuando esté listo me avisa, estaré en el despacho—estaba tan apurado, eufórico y preocupado a la vez, que no me di cuenta que Valeria intentaba advertirme sobre algo; pero no la escuché.

Abrí la puerta de golpe y me quedé pasmado. Nada, ni el oráculo de Delfos, ni el horóscop chino, ni siquiera Sybill Trelawney, la adivina de Hogwarts, o la mejor de las cartománticas, podría haberme preparado para esto.

—¿Te gusta lo que ves?—la miré, todavía sin entender nada, sin caer en cuenta de que estaba allí, justo delante de mí y luego me dirigí a Valeria que me contemplaba con una sonrisa pícara en los labios que hasta ahora no sabía que tenía.

—Sí, ya sé, no hace falta que reserve el vuelo a Madrid—recalcó mientras se dirigía a su mesa.

—Gracias Valeria—le dije al tiempo que cerraba la puerta con llave, para no ser molestado y poder finalmente, enfrentarme a ella.

Estaba recostada a mi buró, con uno de esos vestidos acelera corazones, afloja piernas y endurece miembros.

Era marrón oscuro, repleto de florecillas blancas. Tenía unas mangas muy cortas y un escote revelador. La tela se ceñía a su cintura y casi que se la estrangulaba. Luego se abría en una falda ancha y para nada larga, pero aun así, daban unas ganas enormes de quitarla de en medio.

Me acerqué despacio y por unos minutos, no se escuchó otro sonido que no fuera el de mis pasos, no hubo más palabras que las que se decían nuestras miradas, ni otras intenciones que no fueran las de sucumbir al magnetismo de nuestros cuerpos.

No más la tuve a unos centímetros de mí la tomé de la cintura y la subí de un salto a la planicie de la mesa. La tocaba como si todavía no me creyera que era real, que estaba ahí, que no soñaba. La besaba por lo mismo y ella se dejaba tocar y me besaba con imposición, y aquellos besos no demoraron en hacernos olvidar dónde estábamos.

Mi ropa fue la primera en rendirse, aunque la de ella ni siquiera había venido a luchar, así que se mostró dócil y me dejó el camino libre para sentir su piel, para probarla de nuevo, para llenarme de ella y llenarla de mí, a veces con suavidad, otras con desesperación, algunas con tosquedad; no importaban las maneras, solo sentirnos.

Prácticamente no nos habíamos dirigido la palabra. Fue algo así como: primero disparamos y después hacemos las preguntas; total, así funcionaban muchos sistemas de justicia en el mundo y aquí seguimos, a punto de extinguirnos, pero aquí seguimos.

Yo le agregaría más: primero tenemos sexo y después me dices tu nombre. Primero hacemos el amor y después me explicas por qué tenías el teléfono apagado, por qué viniste sin avisarme y cómo fuiste capaz de hacerme pasar este susto; pero ahora no.

Más tarde me cuentas si te graduaste finalmente y qué pasó con la propuesta de Enzo. En un momento me sacas de dudas y me informas si viniste a quedarte o a despedirte, a despedirme de tu vida (que no sea eso Dios, que no sea eso).

Ahora solo bésame, abrázame, apriétame, siénteme, poséeme, respírame, agítame, tranquilízame, protégeme, ámame, inúndame de ti, hazme feliz, que yo haré todo eso y mucho más contigo.
Después ya veremos.

Con sal en la pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora