Capítulo 21

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Un placer, extraño

Durante el poco tiempo que duró el trayecto pude enterarme de que se llamaba Enzo Vargas y era un chef de mucho prestigio en Norteamérica. Era español, madrideño. Yo también me presenté y le hice saber que estaba recién graduada y que me disponía a empezar una pasantía en el restaurante, junto a mi mejor amiga.

Llegué tarde, obviamente. El jefe estaba dando un recorrido a los nuevos, así que, con mi llegada, interrumpí la explicación. Pero mi demora dejó de tener importancia en cuanto entró Enzo tras de mí.

—Después te explico el por qué la llegada tarde de la señorita, fue totalmente mi culpa—mintió al tiempo que le daba un abrazo a su amigo.

Mi jefe, don José Eduardo Alonso, no perdió tiempo en presumirnos de la amistad que lo unía al famoso recién llegado. Habían estudiado juntos y eran como hermanos, tanto así que incluso lo comprometió a pasar por el local a preparar algún que otro menú y a dar unas clasecitas a los nuevos «reclutas».

Si les soy sincera aquel hombre no me había impresionado para nada con su físico. Sí, tenía sus atractivos, entre ellos una mota de pelo encanecido que le caía en un fleco perfecto sobre la frente, además, se notaba que se cuidaba. Fuera de eso era un tío bastante normal, aunque mis compañeras de labor no pensaban lo mismo y estuvieron babeando todo el tiempo que duró su visita. Me atrevería a decir que hasta desperté la envidia en alguna por el hecho de haber llegado acompañada por él.

Pero lo que sí me dejó estupefacta fue su currículo, del cual me enteré escudriñando en Google. Verdaderamente era toda una autoridad en la cocina, ganador de premios, innovador y estaba muy cerca de que le otorgaran una Estrella Michelín, el lauro más alto al que puede aspirar un profesional de los sabores.

Leí cada entrevista que aparecía publicada, tanto en su país como en el nuestro y otras partes del continente en las que había exhibido su arte y, por los criterios que compartía en cada una, pude constatar que su sapiencia, lo hacía mucho más atractivo que sus ojos color cobre, sus manos finas, su porte de caballero inglés y sus seductoras canas; al menos para mí.

En las siguientes semanas, meses, su presencia en el restaurante se hizo más asidua y siempre estaba dispuesto a enseñar y a cocinar de gratis. El señor Alonso estaba loco de contento por los beneficios que le confería la aparición de su colega.

Aunque era un hombre muy educado y de buenas maneras con todas y todos, conmigo parecía exceder sus atenciones. Enseñarme un truco o una técnica especial se había convertido en costumbre. Yo engullía sus conocimientos con gusto y cada vez me sentía más cómoda a su lado.

Siempre que coincidía mi horario de salida con su visita al restaurante se ofrecía a llevarme a casa con cualquier excusa y por el camino, aunque no era muy largo el trayecto, lográbamos hablar de cualquier tema, desde el más trivial hasta el más complejo, a veces incluso discutíamos cuando no eran afines nuestros criterios sobre algo.

A Abby le encantaba decirme:
—Amiga mía, ese huevo quiere "Sal" y creo que te está viendo cuerpo de salero—, las carcajadas retumbaban en el apartamento cuando ella se ponía en plan chistosa. Aunque para variar, tenía razón.

Era evidente que Enzo estaba interesado en mí. Las señales eran clarísimas.

Me tocaba con disimulo. Cuando le di mi número de teléfono me daba los buenos días y las buenas noches a diario, incluso si salía de la ciudad por cuestiones de trabajo, y no les voy a negar que eso me halagaba sobremanera.

Un día estaba yo en funciones de mesera, porque los pasantes rotábamos por todas las áreas de servicio, cuando se acercó y me hizo una invitación.

—Hoy quiero trabajar en un menú nuevo que estoy ideando y quisiera contar con tu opinión. ¿Aceptarías venir esta noche a cenar a mi casa?—preguntó un tanto receloso.

Le dije que sí a sabiendas de que aquello no era una invitación inocente, y no lo decía por él, sino por mí. Estaba decidida a darle un poco de la "Sal" que andaba loco por probar y de paso, yo me desempolvaba un poco, porque ya sentía que había pasado una eternidad desde la última vez que un hombre me había estrujado a su antojo, y créanme, lo necesitaba.

Pasó a recogerme en casa cerca de las 7:00 pm.

Me vestí con una blusa ceñida de un solo hombro y de color azul marino y un pantalón blanco de patas muy anchas y rallas verticales a juego con el color de la blusa. Tacones negros, no tan altos pues no quería igualar en estatura a mi chef particular y el pelo suelto sobre la espalda, como casi siempre lo llevaba cuando no estaba trabajando o en casa.

Su apartamento era inmenso, de esos que piensas que solo verás en películas, de los que la puerta principal es el elevador.

El salón era espacioso y con muy pocos muebles, lo que lo hacía parecer más grande aún. Solo un sofá, de esos interminables.

Y la cocina... ¡Madre mía!, su cocina era un sueño, nada que ver con la mía donde a duras penas cabíamos Abby y yo y un par de ollas.

La de él tenía una encimera que fácilmente podría medir una cuadra y un islote en el medio que servía muy bien a sus propósitos de hacer las preparaciones previas de lo que luego pasarían a ser suculentos platos. Un concepto de arquitectura moderna que se ha expandido como pólvora y que yo adoro.

Lo primero que hizo a mi llegada fue darme un tour por aquel lugar. Si quería impresionarme iba por buen camino. Lo siguiente fue poner en mis manos una copa de vino blanco espumoso, natural de la región de Cataluña según me explicó. Un Rimarts Gran Reserva DO Cava que pudiera considerarse sobrenatural. Mi total inexperiencia para con los vinos le hizo gracia, y prometió sacarme de la ignorancia con unas clasecitas que me daría luego.

Para maridar el vino había elegido como aperitivo queso blanco y jamón ibérico, ostras y salmón ahumado. Aunque obviamente, ni yo estaba ahí para comer, al menos no comida, ni él me había invitado solamente para que probara su despampanante menú, el que, por cierto, no pude probar del todo. Me vi obligada a rechazar el postre, pues ya era demasiada comida para mi organismo.

Tras la cena hablamos por un rato. Ese hombre tenía una conversación tan deliciosa como los platos que preparaba.

Entonces por un momento mi copa quedó vacía y cuando fue a quitármela con idea de ir a por más, rozó con su dedo meñique el dorso de mi mano. Fue un toque eléctrico. Nos miramos por un breve espacio de tiempo y justo cuando pensé que se abalanzaría sobre mí como tiburón a su presa, agarró la copa y se fue a la cocina a llenarla nuevamente.

Y eso fue lo más interesante que viví aquella noche.

A barriga llena corazón contento, dice el refrán; pues bien, así me había quedado yo, con el estómago satisfecho y el corazón feliz por la grata velada, pero mi entrepierna seguía enojada, cabreadísima.

Nada, que en la vida no podemos tener todo lo que deseamos...Visto y comprobado.

Cuando llegué a mi cama estaba tan exhausta y decepcionada que ni siquiera me entusiasmaba la idea de poner a trabajar a Héctor y a Aquiles, así que los dejé en su lugar de reposo.

—Mañana cumples 24 años nena—me informé, y la tristeza y la sensación de soledad no dudaron ni un segundo en colarse en mi cama.

El recuerdo del cumpleaños anterior, uno marcado por mi mal de amores, todavía me golpeaba.

Por tanto, este tenía que ser diferente. Un 16 de junio para no olvidar. ¡Estaba decidido!

Mis amigas tristeza y soledad ya podían ir a dormirse a otra parte con su amargura.

Con sal en la pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora