Lara (1): Harry Cross ahora te sigue

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Hay que hacer muchas renuncias cuando eres deportista de élite. Llega un momento en que pierdes la cuenta de cuántas, aunque la pasión por el deporte, la satisfacción de prosperar y los triunfos compensan. Ser la número 1 del tenis mundial tiene un coste alto. Lo constaté mucho antes de serlo, el mismísimo día en que tuve que cambiar de ciudad, sola y lejos de mi familia. Solo tenía 13 años.

La Nochevieja y el Año Nuevo de aquel año, en que comienza el hilo temporal de mi vida que comienzo a relatar, los pasé en Marbella. Simplemente, porque suponía un giro de guion a los excesos de comida, bebida y amor familiar que me imbuían desde Nochebuena, y que me habían hecho desconectar de entrenamientos intensivos antes de empezar la temporada de tenis. Tenía que poner tierra de por medio entre mis primas y yo, al menos, los 180 km que separan Sevilla de Marbella. Se habían empeñado en llevarme de cotillón hasta ver salir el sol, pero no me lo podía permitir.

Por fortuna, no solo el hecho de alcanzar metas deportivas compensaban todas esas veces en las que tenía que decir que no. También lo hacía mi otra familia, la del tenis, y sobre todo mis mejores amigos, Marisa y Leo. Unos años antes, después de ganar mi primer Open de Australia, ella se incorporó a mi equipo como representante y asistenta personal, y él como responsable de comunicación. Los inicios siempre son de adaptación, de suspicacias y dudas. Pero, a nada que conecté con ellos, se convirtieron en mis amigos. Me sentía tan cuidada y querida fuera de las pistas que dentro de ellas solo tenía que brillar. Siempre y cuando, claro, las lesiones lo permitieran.

Aquel año hubo que descartar la competición de Brisbane del calendario, a fin de dar un último respiro a mi cuerpo de cara al inicio de la temporada. Había pasado parte del aquel año que se iba en el dique seco, por culpa de una lesión que coleó hasta el final. Hasta el punto de que me retiró de forma prematura del sueño olímpico en Londres, y me mandó a casa con mal sabor de boca y muy malas sensaciones. Si no fuera por mi preparadora física y mi coach, que me ayudaron en la puesta a punto física y mental, no hubiera tenido una recuperación tan rápida.

Mi foco estaba puesto en la nueva temporada, así que el fin de año no podía más que ser sosegado. Y, por si en algún momento pensara en salir del redil, ya estaba mi entrenador para meterme en vereda. "Melbourne está a la vuelta de la esquina y tienes que recuperar tu mejor estado", me repetía machaconamente. Paco Gómez era, quizás, el miembro del equipo con el que tenía una relación más intensa. Y no por ser más estrecha que las demás, no, sino por nuestros épicos tiras y aflojas. Él me exigía, yo me revelaba. Él aflojaba, yo demandaba. Y así en un bucle infinito.

El último día del año me encontraba en Marbella, relajándome antes de ir a casa de Leo, donde haríamos una pequeña fiesta para despedir el año. Estaba revisando Twitter, con la comunidad por entonces concentrada en hacer acopio de recuerdos del año que se iba y expresar deseos para el que estaba por venir. Me costaba entender esa manía de solicitar al calendario los ansiados cambios en la vida, en lugar de emprender una verdadera transformación personal que los motivara. Pero no podía culpar a los tuiteros. La crisis económica seguía causando mella y había sido un año difícil, por lo que a nadie le daba pena dejarlo atrás.

Revisé los nuevos seguidores, una práctica que solía emprender a la búsqueda de personalidades a las que hubiera que devolverle el follow, aunque fuera por cortesía. Fue entonces cuando lo vi: "Harry Cross ahora te sigue". Aunque estando tan expuesta me había acostumbrado a que me siguiera gente de toda clase, me sorprendió aquel nuevo seguidor.

Cotilleé su perfil y constaté que aquel no era un usuario de Twitter anónimo cualquiera. Era el actor revelación del año, el británico que había conseguido romper la taquilla con la adaptación al cine de una novela de espías que formaba parte de una exitosa trilogía. Tanto bombo se le dio a la película, que se vendió como la revolución de las de su género, que Leo me convenció para ir a verla. Sospecho que estaba más interesado en ver cómo se desenvolvía el protagonista en aquellos planos de infarto, pero no lo culpé en absoluto. Me llevé días pensando en el espectáculo que ofrecía Harry Cross. ¿Por su dominio de la interpretación? Me mantuvo pegada al asiento, no lo niego. Pero aquel hombre era poseedor de una belleza casi irreal, y buen conocedor de ello, sabía explotarla bien con su mirada, sus gestos y su lenguaje corporal. "Debería ser delito ser tan guapo", repetía Leo los días después de ver la película.

Las rosas de AbrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora