Lara (2): La fuente

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Cuando aquel año logré levantar la Copa Suzanne-Lenglen en Roland Garros, me invadió una sensación familiar. Era consciente de la gesta. Sabía lo difícil que era prosperar en torneos tan exigentes como los grand slams, y más aún hacerlo dos veces en un mismo año. Y, pese a ser consciente, no terminaba de procesarlo.

Así es la vida de un deportista de élite: trabajas duro para mantenerte al mejor nivel, pero, cuando alcanzas el éxito, apenas tiempo de saborearlo. Porque las competiciones siguen y no esperan por nadie. Con su ritmo frenético, ni siquiera te dejan margen para creértelo. Resulta insólito que sea precisamente cuando sufres una lesión, y tienes que parar sí o sí, cuando puedes detenerte a hacer acopio de éxitos y fracasos. A veces es el propio cuerpo quien te pide que pares.

Después de Roland Garros, vislumbramos la posibilidad de repetir la gesta de dos años antes y hacer el Grand Slam completo, es decir, ganar los cuatro grandes del año. Paco Gómez, entrenador imperturbable donde los haya, llevaba toda mi carrera deportiva insistiéndome en ir partido a partido, y en bajarme de la nube a nada que despegaba unos centímetros las zapatillas del suelo. Pero, ya visto lo que era capaz de hacer, se entusiasmó con la idea de repetir la épica. Y su entusiasmo siempre se traducía en más presión.

Entrenábamos a diario. Tanto el propio Paco como Teresa Ramírez, mi preparadora física, organizaban rutinas extenuantes. Comenzaban a primera de hora de la mañana en pista, con cada vez más accesorios para oponer resistencia con la que incrementar fuerza, velocidad y flexibilidad, entre otros objetivos. Para uno de los ejercicios habituales, debía colocarme una especie de cinturón con una cuerda elástica atada. El otro extremo quedaba enganchado en una estructura fija con pesas a cierta distancia de las líneas de fondo. Cuando quería correr para golpear la bola, la estructura me tiraba hacia atrás.

Aquellos ejercicios, los partidos con los hitting partners, las sesiones de gimnasio, las de camilla y otras tantas tareas me dejaban exhausta, pero lo disfrutaba. Al terminar el día, aunque agotada, me sentía bien, feliz, satisfecha. Sentía que estaba cumpliendo con mi parte dando lo mejor de mí. Y que, si ningún obstáculo me sacaba del camino del éxito, podría conseguir cualquier cosa.

El tenis copaba mi día a día y prácticamente todo mi foco, pero procuraba salir de la burbuja de cuando en cuando para no olvidar que, ahí fuera, tenía seres queridos con proyectos, ilusiones o atravesando malas rachas. Hablaba con mi familia a diario, a través de nuestros grupos de WhatsApp. Mis primas eran mi cable a tierra. A veces contaban nimiedades, algunas incluso escatológicas, y con frecuencia sugerían que a mí todo aquello debía resultarme aburrido de leer. Todo lo contrario. Me divertía mucho con ellas, y sus conversaciones me ayudaban a tomar perspectiva: no todo en la vida es tenis y flashes.

He de confesar que, en lo personal, tenía una nueva ilusión por entonces. Apareció de la nada, sin esperarlo ni desearlo. Y no había querido creérmelo ni había querido darle importancia. Pero, a esas alturas, era innegable que Harry Cross sentía un interés que, sí, era recíproco.

Me tenía pillada la hora, parecía conocer bien mis rutinas. Casi todos los días a eso de las 8 de la tarde, cuando yo me relajaba en casa o el hotel en el que me tocara estar, sonaba una notificación. Era él. Me preguntaba por el día, compartía algo que creía que me podía gustar saber, mostraba interés en mi profesión y en mi vida, aunque de manera educada, comedida y no invasiva. Cada vez más hecho a mi sentido del humor, también me enviaba material gráfico que creía que podía hacerme gracia. Y, así, las conversaciones con él, y él mismo, también se convirtieron en un bálsamo.

—Está claro que le gustas. Y parece que bastante, viendo las conversaciones —me dijo Leo. Él era mi gran consejero del amor, así que prácticamente no tenía secretos con él.

Las rosas de AbrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora