Sole (1): Un polvo accidentado

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La primavera era mi tiempo favorito del año. En esa época Sevilla huele a azahar, hace buen tiempo y las calles se llenan de ambiente. Me gustaban las fiestas, sí, pero, disfrutaba especialmente las salidas vespertinas y nocturnas de fin de semana. Bares y pubs solían estar abarrotados, pese a la dichosa crisis, y mí me encantaba salir. Y, sobre todo, volver a casa acompañada. Sí, reconozco que yo era libertina, como mi hermana me recordaba de cuando en cuando.

Amanecí un sábado de marzo sola en mi piso de San Francisco Javier. La noche antes salí hasta las tantas con algunas de las chicas: Ro, Patri y Sara. Ni Lola ni Sofi, mi hermana y mi prima, quisieron venir. Las vería más tarde aquel mismo sábado, pero mientras tenía que aprovechar el tiempo. Y es que me había levantado cerca de mediodía, resacosa y, lo peor, cachonda. Llevaba una semana sin follar porque había estado con la regla y, de hecho, aún tenía que ponerme uno de esos tampones de poca absorción para no manchar las bragas. No tenía nada que hacer hasta las 21 h, momento en que me encontraría con Lola y Sofi, así que decidí tratar de buscar plan para la tarde.

Recogí mi larga melena castaña clara en un moño hecho con prisas, y abrí el último cajón de mi escritorio. Allí, cerrado con llave, guardaba uno de mis tesoros más preciados: una agenda con los nombres de todos mis ligues desde que, con 16 años, mantuve relaciones por primera vez. No empecé a disfrutar del sexo hasta bastante después, y la agenda no era más que una tontería de adolescente. Pero lo que comenzó siendo un mero juego acabó convirtiéndose en una útil base de datos. De hecho, con los años empecé también a escribir los teléfonos junto a los nombres de todos aquellos hombres con los que alguna vez estuve piel con piel.

Empecé a repasar nombres y a hacerme comentarios: "Ni de coña", "Este para cuando esté desesperada", "La última vez con este no terminó bien"... Y así hasta que di con uno interesante: "Arturo Sevilla Este". Era todo lo que sabía sobre él, que se llamaba Arturo y que vivía en Sevilla Este. La noche que lo conocí, en una discoteca de Nervión, me la pasé vacilándole. Siempre vacilaba cuando me gustaba un tío.

—Sevilla Este no es Sevilla, chaval. Vives en el extrarradio —le decía.

—A lo mejor esta noche no tengo que llegar hasta allí para dormir —me contestó a la cuarta o la quinta, harto ya de que me metiera con su barrio.

Me gustaban directos, aunque también tímidos, y aquellos que parecían prudentes y perdían los modales con dos comentarios. Fuera como fuera, disfrutaba con el reto que me proponían todos aquellos desconocidos (o conocidos): averiguar la mejor manera de que acabaran desnudos en mi cama. O yo en la suya.

A Arturo me lo había tirado hacía solo tres semanas, y no estuvo mal para ser las 6 de la mañana y llevar muchos cubatas encima. No tenía su teléfono, pero sí su cuenta de Twitter, así que indagué sus últimas publicaciones hasta encontrar una que me podía servir de gancho. En un tuit reciente se quejaba de su equipo, el Betis, que jugaba esa misma noche contra el Valencia. A Arturo no le gustaba la lista de convocados del entrenador.

—No te quejes más de equipo, anda. La culpa es tuya por elegir la senda del dolor —escribí.

—¡Jejejeje! ¿Qué haces, palangana? —contestó él.

—Pues nada, aquí, que me acabo de levantar.

—Qué bien vivís algunas. ¿Saliste anoche o qué?

—Sí, estuvimos por la Alameda. Más tralla de la que esperaba. Me he levantado con resaca.

—Pues pañito y a recuperar fuerzas para la noche.

—La resaca no me preocupa. Me preocupa más... otra sensación.

Intenté llevar la conversación adonde quería, a fin de que aquello no se convirtiera en interminable. El tonteo me gustaba cara a cara, pero por el móvil prefería algo más directo.

Las rosas de AbrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora