Sofi (8): La mujer casada

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Ángeles fue la primera persona por la que sentí que podía perder el control, y eso me asustaba. No recordaba haber experimentado una sensación similar desde mis años de confusión en materia de orientación sexual. La adolescencia fue particularmente difícil.

No lograba ver a los chicos como algo más que mis amigos o compañeros de clase, mientras que las chicas se pasaban el día hablando de ellos y coqueteando. Me esforcé por encajar, así que pasé por el aro cuando alguno me propuso que nos liáramos. Todo era muy mecánico, desangelado, falto de un mínimo de entusiasmo. No estaba en sintonía con ellos, que cerraban los ojos mientras introducían su lengua en mi boca y me tocaban el trasero y los juveniles pechos aún por formar. Y parecían disfrutar con ello, lo que yo no hacía cuando me animaba a palpar aquellos peculiares tubos de carne.

Mi primera vez fue con Cristian, un chico del barrio, con casi 17 años. En la pandilla habíamos alquilado una casa deshabitada para celebrar las fiestas de Navidad. Cristian estaba por mí y habíamos tonteado, en mi caso, más por seguirle el rollo y hacerme deseable para los otros chicos y chicas. Por encajar. Hasta que una tarde de domingo me agarró de la mano y me guio hasta una habitación vacía de la casa. Por cama no teníamos más que dos bolsas de basura de las que habíamos usado para cubrir las paredes de la fiesta. Y, con el único preámbulo de unos besos mal dados y mis propios huesos clavados contra el suelo, me penetró. Con condón, claro.

Me provocó dolor, pero, al margen de algún sonido sordo que podría haberse confundido con un gemido de placer, no me quejé. Orgullosa y obstinada, no quería que Cristian saliera de allí diciendo que había hecho gritar a la Sofi. Porque lo diría, claro que lo diría. Tenía que hacerse el gallito con los chicos del barrio.

A mí bien poco me importaba lo que dijeran los tíos, y menos lo que las tías dijeran sobre lo que ellos me hacían o dejaban de hacer en la oscuridad de los callejones. Lo que sí me importaba, y me atormentaba, es que yo no me moría por un beso de Cristian, de Fran o de Ángel. Yo deseaba que me besaran esas chicas que estaban por ellos, y de las que ellos pasaban como de la mierda. A las que, cuando prestaban atención, era solo para tratar como a pedazos de carne. Tati, quien luego se hizo novia de Cristian, fue la primera chica de la que me enamoré. Quise evitarles a toda costa, lo que Sole interpretó como celos hacia ella por estar con el chico que me lo había hecho por primera vez. Pero no, mis celos eran hacia él.

La universidad y el contacto con gentes de estilos de vida muy diferentes fue un soplo de aire fresco. Hablaban con tanta naturalidad de relaciones de pareja y sexo homosexual, sin escatimar en detalles, que por fin pude normalizar lo que sentía y dejar de autocensurarme. Tras enrollarme con Pepa durante una barrilada en primero de carrera, estuve preparada. Fue una liberación hablarle a mis amigos y mi familia sobre mi orientación sexual. Y no porque estuviera obligada a salir de armario alguno, sino por dejar de sentir que ocultaba algo importante de mi identidad.

Tuve mis primeras relaciones sexuales con mujeres por entonces. Tenía prisas por explorar, porque me sentía inexperta en aquellas lides, y el sexo con chicas era muy diferente a lo que sea que tuve con chicos. Con ellas eran más caricias y miradas, una conexión más sensorial y emocional. Ellos se recreaban más en lo visual, con su falo siempre como elemento central del proceso. Cuando me dieron placer a mí fue a modo de transacción, de mero prolegómeno. Porque el propósito era siempre meterla.

Siempre he tenido fijación por mujeres hetero o heterocuriosas, qué puntería la mía. Durante la carrera me enamoré de Lucía, que después pasó a ser una gran amiga. Ella debió darse cuenta de algo, porque se le ocurrió organizarme un casting de pretendientes hombres para darme largas. Claro, como supuestamente yo era bisexual, también ellos debían de gustarme. Pero Lucía me clavaba una aguja en el talón, cuyo recorrido de dolor se extendía hasta el pecho, cada vez que me sugería el nombre de un tío con el que me podía liar.

Las rosas de AbrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora