Lola (8): Operación Postcretino

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No puedo empezar a describir cómo me sentí cuando supe que tenía clamidia. Ni siquiera soy capaz de identificar con claridad todo lo que experimenté cuando, en aquella clínica de Ginecología, la doctora Gema Tarrés me detalló mi diagnóstico con un tono indulgente. Me quedé tan pasmada que no pude articular palabra durante minutos enteros, ni contestar a las preguntas de la doctora que, simplemente, se esforzaba por hacer su trabajo.

—Te voy a recetar antibióticos, ¿vale? Doxiciclina, dos tomas durante siete días. Y también azitromicina, una única dosis. En unos días estarás bien, sino te...

—Doctora, ¿me podría decir cómo me he podido contagiar de clamidia? —interrumpí, saliendo por fin del estado de shock.

Ella suspiró y, con su gesto, me trasladó que la respuesta no me iba a gustar.

—La clamidia se contagia durante el contacto sexual —respondió, escueta y profesional, intentando trasladar un tono neutro. —Puede ser por vía oral, anal o vaginal.

—¿Es una enfermedad de transmisión sexual? —pregunté, para estar segura.

Ella asintió.

Apoyé el codo en la mesa de su consulta para pasarme los dedos por las sienes e intentar procesar aquello. Suponía mucho más que el mero contagio. Tener clamidia no solo implicaba saber que una bacteria hacía de las suyas en mi organismo, sino que mi relación era, en sí misma, una enfermedad. Antes de tomar una decisión precipitada, quise despejar dudas.

—Yo le había dicho que tenía una relación estable, ¿verdad? Desde hace seis años. Y que él es el único con quien mantengo relaciones íntimas.

La doctora volvió a asentir, esta vez lentamente, esperando que fuera yo sola quien atara cabos.

—Ha sido él quien me lo ha pegado, ¿verdad?

Gema Tarrés volvió a actuar con suma profesionalidad al dar su respuesta:

—Sin más datos, no puedo emitir un juicio médico concluyente sobre la fuente de infección. Pero si es una enfermedad de transmisión sexual y usted solo tiene relaciones con una única persona...

Sustituyó la última parte de la frase con un levantamiento de cejas muy elocuente, y a mí se me puso un nudo en la garganta. Por la preocupación de no saber cómo acabaría aquel episodio, ni cómo afectaría a mi salud. Por la rabia, la tristeza y la frustración de constatar lo estúpida que había sido al volver con David y confiar en él. Pero, antes de proseguir, voy a contarlo todo desde el principio.

Hacía unos meses que Juanma, uno de los mejores amigos de David, le pidió matrimonio a su novia, Trini. Llevaban juntos cuatro años y se habían comprado una casa en Pino Montano, donde convivían desde hacía algo más de un año. Yo acababa de retomar mi relación con David después de nuestra crisis por su infidelidad y, aunque al principio no me provocó ni frío ni calor saber que Juanma y Trini se casaban, pronto se me contagió la ilusión. No tanto por ellos, con los que mi relación era más bien distante, sino porque a lo mejor David se animaba por fin a pedírmelo. Y, de paso, a dejar atrás sus cuestionables acciones y comprometerse del todo y en exclusiva conmigo.

La pareja iba a contraer matrimonio en octubre de aquel año y, siendo el primer amigo que se casaba, el grupo programó todo un calendario de celebraciones a modo de despedidas de soltero. La primera tuvo lugar un fin de semana de mayo, poco después de que yo volviera de ver a Lara en París con Sole y Sofi. Según me contó David, no sería demasiada tralla. Cenarían en Triana, se tomarían una primera copa en Colón y luego tenían reservado en una discoteca del centro. La "fiesta gorda", como él decía, la tendrían en verano en algún lugar de la costa andaluza que aún estaba por determinar.

Las rosas de AbrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora