Harry (2): Estrategias para la épica

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No volví a ver a Lara en las zonas de ocio de Wimbledon. Le escribí antes y después de sus partidos, primero para desearle suerte y luego para felicitarla, porque iba progresando y ya encaraba su cita con la final. Fue breve en sus respuestas, pero no me preocupó. Era su tercera final de un grand slam ese año, toda una proeza. Posiblemente estaría abrumada por los nervios y la presión, y yo sería lo último en lo que pensaría.

Antes de llegar a Londres, me había insistido en que el césped no era su terreno predilecto para jugar y en que prefería ir partido y partido y no pensar en nada más. Pensé que acertaba al mostrarse comedida, pero también me resultaba demasiado modesta. Porque verla jugar era constatar que, sin duda, estábamos ante una de las mejores tenistas de todos los tiempos. Tanto era así que, como era de esperar, fue resolviendo todos los partidos del torneo, que se tomó como finales, hasta plantarse en el último. Con un poco de suerte y mucha de su determinación y buen juego, lograría alzar la bandeja de plata.

El sábado a las 15 h ocupaba mi localidad de la Pista Central de Wimbledon para ver la final femenina entre Lara Martín y Hailey Atwood, que ya se habían enfrentado en el Open de Australia de aquel año, y generaban la misma expectación en aquella final en Londres. En las gradas me acompañaban mis mejores amigos, Josh y Pete, ambos habituales en un torneo como aquel y que solían disfrutar del tenis. Haciéndome el casual para disimular mis nervios, me atreví a pedirles ayuda para forzar un encuentro postpartido con Lara sin levantar sospechas.

—¿Con Lara? ¿Con Lara Martín? ¿Estás de coña, verdad? ¡Uf...! No sé si podré cumplir con mi cometido o estaré demasiado nervioso.

El encuentro no comenzó demasiado bien para Lara. Ella no destacaba por tener unos saques potentes, pero aquel día se le dieron especialmente mal y cometió varias dobles faltas. Aquello la desconcentró, y prácticamente se salió del partido. No encontraba su juego, mientras que Atwood era un vendaval. La canadiense se mantuvo al ataque y ejecutó varias voleas que arrancaron los aplausos del público.

Lara perdió el primer set por 2-6. Era el primero en el que resultaba derrotada no solo en la final, sino en todo el torneo. Aquello no pintaba bien. Su entrenador bajó a la pista para intentar reconducir la situación, pero ella parecía ausente. Yo me sentía afligido. Quería que se alzara con la victoria, lo deseaba sinceramente.

Pero la gran Lara Martín no se había convertido en la mejor jugadora de tenis de la historia dándose por vencida, y aquel día enseñó a todos los presentes una valiosa lección. Tirando de épica, encontró la manera de devolver a Atwood esas pelotas envenenadas, y al hacerlo desplegaba toda su clase. Las gradas silenciosas de Londres ahogaron un grito cuando Lara llegó a una bola imposible al extremo derecho de la pista, estirando brazos y piernas con una flexibilidad asombrosa, como si fuera una bailarina de ballet. Poco a poco recuperó la confianza y consiguió desconcertar a su rival, que fue acumulando errores no forzados. El set fue largo, pero se saldó con un 6-4. Definitivamente, Lara Martín en estado puro volvía a estar en la pista.

A ambas tenistas se las veía exhaustas para el tercer set. El público, cómodo en sus asientos, paladeaba cada segundo de un partido que era auténtico espectáculo. Lara no cedió ni uno solo de sus servicios, se la veía enchufada y a tono. Y entonces comenzó su recital: una volea por aquí, un revés paralelo al fondo de la pista por allá, un golpe cruzado por otro lado... Cualquiera que hubiera empezado a ver el partido en ese momento hubiera dicho que estaba resultando fácil para ella.

Atwood no estaba dispuesta a dejar escapar la victoria y aún ganaría un punto después de que Lara perdiera varias bolas de partido. Pero ese encuentro tenía nombre y apellidos, y no eran los de la canadiense. En la siguiente ocasión en la que Lara tuvo una bola de partido, consiguió cerrar con un magnífico ace, lo que supuso una sorpresa considerando sus saques en el primer set. Estuvo sencillamente inmensa, formidable. Y yo me moría de ganas de decírselo en persona.

Su discurso de agradecimiento fue el de una triunfadora elegante y humilde:

—Permitídme que comience dedicando unas palabras a Hailey Atwood. Eres maravillosa y lo sabes. Me has ayudado a aprender aún más del tenis y de mí misma en el día de hoy. Rivales como tú me inspiran para superarme en cada entrenamiento y en cada competición.

Sabía lo que pasaría después. Lara tendría que atender a la prensa, a los patrocinadores, a la organización del torneo y a todos los distinguidos presentes allí concentrados que querrían felicitarla, desde compañeros de profesión a miembros de las Casas Reales española y británica. Me tocaría ser paciente, pero contaba con la complicidad de mis amigos.

La observé desde lejos en la zona VIP: saludaba, agradecía, sonreía, daba conversación... Derrochaba carisma, era magnética. Y, de repente, me sentí inseguro: ¿qué podía ofrecerle yo a una mujer como ella? Que me planteara la pregunta me hacía constatar lo que ya era obvio: ella me gustaba, me gustaba mucho.

La zona se fue despejando poco a poco y, por fin, pudimos acercarnos. No había nada de peculiar en la escena, pues otras tantas personas hicieron lo propio antes que nosotros, pero yo estaba nervioso. Por fortuna, mis amigos supieron cómo actuar y llevaron la conversación:

—Te doy la enhorabuena y las gracias por este partido. Vengo todos los años y no recuerdo uno como este, de verdad. Diría que ha sido legendario —dijo Pete.

—Gracias, lo cierto es que lo he pasado mal. Pensé que se me iba —contestó Lara.

—Pero si estás dónde estás es porque nunca te rindes.

Nos quedamos charlando y ella nos presentó a sus amigos, Leo y Marisa, mientras el resto de su grupo departía entre sí y con otras caras conocidas y anónimas. Supuse que Lara estaba aturdida con tantas felicitaciones, porque desvió la conversación:

—¿Habéis estado en The olive tree y en Liberty? Es el restaurante y la discoteca donde tenemos reserva después.

Yo conocía la discoteca de oídas, pero no el restaurante. Por el nombre, supuse que era español y lo apunté mentalmente en mi lista. Ahora me gustaba España.

—¿Nos vemos en Liberty después? Haré las gestiones para que os lleven a nuestro reservado —dijo Leo, refiriéndose a mí. Me pregunté si su amigo tenía el mismo cometido que los míos: procurar nuestro acercamiento, y me ilusionó pensar que así era. Si ella lo había pedido era porque tenía tanto interés como yo.

Lara se fue a cenar con su familia, amigos y equipo técnico. Nosotros nos quedamos en la zona VIP de la Pista Central porque Pete había insistido en un postre a base de fresas con nata. Estuve toda la cena pensando en cómo motivar un encuentro a solas con Lara sin invadir su intimidad, rodeada de gente como estaría aquella noche. Decidí que no iría a la discoteca, pero tenía un plan.  

Las rosas de AbrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora