Capítulo 4.

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Entrar al trabajo y ver que el transportista ya había dejado allí el montón de cajas que ahora debía abrir fue algo mentalmente desmotivador. Sin duda alguna mi jefa no mentía cuando dijo que allí estaría toda la mercancía que necesitaríamos para la entrada de la semana santa. Nada más en imanes había alrededor de dos mil unidades, sin exagerar. Los albaranes contenían más de 38 páginas de toda la mercadería que había llegado y solo de pensar que debía vaciar, etiquetar, catalogar, reponer y almacenar todo eso, yo sola, me entraban ganas de patear una caja entera de tazas y romperlas.

Expulsé un suspiro teatral y me puse manos a la obra, sabiendo que debía lidiar con todo ello mientras atendía a los clientes, les cobraba y mantenía la tienda ordenada.

No sé en qué mundo mi jefa pensaba que realizar todas esas tareas una sola persona era humanamente posible.

Trabajé de la manera más rápida que pude, moviéndome de aquí para allá para adelantar y sacar la mayor cantidad de cajas posibles antes de que entraran los primeros clientes, porque, al ser una tienda tan pequeña, el almacén era diminuto y no podía darme el lujo de guardar las cajas dentro, así que mientras los clientes miraban, las cosas estaban tiradas por allí y por ello había que quitarlas cuanto antes.

Estuve trabajando a ese ritmo tal vez durante dos horas. Por suerte no había entrado el primer cliente lo que me permitió trabajar con fluidez y ya solo quedaban tres cajas pequeñas cuyo contenido eran llaveros e imanes. Lo más grande, ya estaba hecho.

Cuando sentí que el cabello se me pegaba el cuello y a la cara a causa del sudor, decidí que era hora de atármelo. El aire acondicionado estaba encendido, pero aún así, cargar contenido tan pesado y estar moviéndome de acá para allá hacía que subiera mi temperatura corporal.

Me detuve en medio del pasillo, tomé la coleta que tenía en la muñeca y me até el cabello. Cuando alcé la mirada me crucé con aquellos ojos intimidantes que ahora sabía eran del color del mar. Una sonrisa de medio lado surcaba los labios de Silas, mi nuevo vecino de trabajo me observaba desde el pasillo de la ferretería.

Tardé un par de segundos en darme cuenta de que su postura daba a entender que llevaba un buen rato mirándome.

No sabía como tomarme aquello.

Así que cuando terminé de atar mi cabello, hice un gesto de saludo con mi mano derecha y le mostré una sonrisa amable. Repetía aquel gesto al principio con los dos señores que trabajan allí, pero como nunca respondían a mi saludo había dejado de hacerlo.

Desde la distancia pude ver como Silas enarcaba una ceja ante mi saludo, pero al cabo de unos segundos, respondió con el mismo gesto de mano.

Seguí con lo mío porque no podía distraerme. Mi tiempo de descanso comenzaba en dos horas y quería dejar adelantado la mayor cantidad de trabajo posible para cuando tuviera que entrar de nuevo en la tarde.

Estuve etiquetando imanes, sintiéndome observada en todo momento. Una mirada de soslayo a la entrada me hizo confirmar que Silas, en efecto, seguía parado allí, en el mismo pasillo, mirando hacia mi dirección. Daba la imagen del propio ángel custodio, solo que, con facciones más duras, y rasgos para nada angelicales.

Porque aquel hombre tenía un físico del infierno y una mirada que solo podía instar cosas malas.

Pero para nada me había detenido a pensar en aquellos detalles.

Sacudí la cabeza y me centré en mi trabajo.

Etiquetar imanes.

No mirar al guapísimo espécimen que tenia enfrente.

Un espécimen que me había salvado.

Y del que no podía preocuparme porque mi vida ya tenía bastantes problemas.

El día que aprendí a amarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora