De pequeña vivía enamorada del mar. De la costa, del Caribe, de aquel clima tropical del que no te cansabas nunca.
Recuerdo como mi madre nos llevaba el fin de semana a aquella casita que teníamos en la playa. Nos escapábamos un par de días en su coche y pasábamos la noche allí, admirando el cielo surcado de estrellas. Era hermoso. Veía ese paisaje y pensaba que no podía existir algo más perfecto que aquello.
Luego llegaba el amanecer, y la variedad de colores que aparecían en el horizonte, de un naranja pálido al amarillo vívido, con aquella calidez que drenaba el sol al salir.
Era igual de hermoso que a la noche.
Y me costaba imaginar un escenario mejor que aquel.
Acompañada de la persona que más amo en el mundo, rodeadas de la naturaleza, siendo solo nosotras contra todo.
No necesitaba nada más.
Sin embargo, por primera vez en la vida otra situación asemejaba bastante lo que sentí en aquel entonces.
Estar con Silas en este lugar, en la playa, rodeados de montañas, habiendo visto el atardecer que daba paso a una noche preciosa llena de estrellas...
Sentía que estaba haciéndome el mejor regalo sin saberlo. Significaba mucho para mí estar allí con él, porque este plan hacía que mi corazón se achicara, se ablandara, que se encogiera en un trocito diminuto para luego hincharse de un sentimiento tan lindo y grande que sentía que se me saldría del pecho.
Me hacía quererlo tanto...
—Se me hace un poco extraño que seas tú la que me mire por tanto rato —comentó Silas.
No me sonrojé porque no me avergonzaba en absoluto estar mirándolo. En ese momento, no era capaz de quitarle la vista de encima.
Había capturado toda mi atención, todo mi cariño, todo de mí.
—No eres el único que admira las cosas bonitas.
Ese comentario hizo que se le escapara una sonrisa. Dando un paso hacia mí, una de sus manos se coló por mi cintura y yo de manera instintiva me pegué hacia él, anhelando sentirlo cerca.
—Al menos estamos de acuerdo en una cosa, porque definitivamente yo te admiraría toda la vida, Alana.
Sintiendo como el corazón se me inflaba, Silas posó sus labios sobre los míos para darme un beso con la delicadeza propia de un pintor cuando traza una línea en un cuadro.
Fue tan suave... tan delicado, que el solo roce me hizo suspirar. La caricia de sus labios sobre los míos en aquel vaivén lento en el que ambos prolongábamos la sensación con tanta sutileza, pero sin dejar de ser arrollador, porque todo lo que removía en mi interior era descontrolado, intenso, desenfrenado, sin límite alguno.
Supe en ese momento que lo quería. Que lo deseaba. Que lo necesitaba.
Y además, que lo anhelaba físicamente como no había deseado nada.
Quería sentirlo todo de él. No necesitaba ninguna confirmación más, ni ninguna espera.
Mi cuerpo lo imploraba con cada latido de mi corazón, con cada respiración. Cada centímetro de mi piel deseaba tenerlo.
Porque estaba segura de que un encuentro sexual con Silas no sería solo sexo. Con él no. Con él sería mucho más que dos cuerpos entregándose el uno al otro.
—Quiero hacerlo, Silas.
Él se detuvo. Su expresión no cambió en ningún momento, pero su mirada... no puede ocultar que lo había tomado por sorpresa.
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El día que aprendí a amarme
Ficção AdolescenteAlana Acosta lleva una rutina tranquila en su día a día: trabajar, ir a casa, descansar y prepararse para el día siguiente. Un plan muy básico. Vivir de esa manera es lo que le ha dado la estabilidad y la tranquilidad que necesita, ya que gracias a...