Capítulo 17

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En un abrir y cerrar de ojos, Silas tenía a Jonatan agarrado por los hombros y lo lanzaba hasta golpear su espalda contra la pared, donde lo dejó aprisionado.

El estruendo del golpe captó la atención de varias miradas y en cuestión de segundos, fuimos el foco principal de la gente.

—Estás acabando con la poca paciencia que tengo —masculló Silas mirando a Jonatan desde arriba —. No termino contigo porque no es a mí a quien corresponde tomar esa decisión —me dedicó una mirada decisiva que me hizo encogerme en mi sitio porque sabía a lo que se refería antes de volverse hacia Jonatan y soltarlo.

Este se arregló la camiseta arrugada por el agarre de Silas antes de dirigirnos una mirada llena de frialdad a ambos y sonreír.

—No les será tan fácil deshacerse de mí —entonces sus ojos se posaron sobre mí y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo —y ella sabe por qué.

Y sin nada más que añadir, desapareció de nuestra vista hasta perderse entre el montón de gente que se había acumulado a vernos.

Entre esos rostros destacaba el de Paula, que nos había estado observando desde las escaleras. Su mirada se cruzó con la mía por un momento y en sus ojos vi reflejada la confusión. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo y la entendía. Quería explicárselo, pero aquel no era el momento.

Porque ni siquiera yo me encontraba en el mejor estado. Solo quería irme de allí de una buena vez.

Y mi cara debía reflejarlo, porque Silas al verme ya estaba tomándome de la mano para encaminarnos hacia la salida cuando susurró.

—Vámonos de aquí, preciosa.

Me dejé llevar por él mientras nos conducía fuera de aquella casa enorme hasta llegar al exterior, donde nos recibió el aire gélido de la noche, un viento fresco mezclado con el aroma salado del mar. Me relajó de una manera que necesitaba, inhalar aire puro y fresco luego de haber estado en aquel encierro que me asfixiaba.

Caminé de la mano de Silas durante unos minutos hasta darme cuenta de que caminábamos por el paseo marítimo hasta llegar a su... ¿coche?

Madre mía, aquel no era un coche cualquiera, era un cochazo.

Cómo no, un tesla model 3.

Pero en ese momento aquello era lo que menos me importaba, porque nada más llegar al aparcamiento me entraron unas terribles ganas de llorar. Todas mis emociones emulsionaron dentro mi pecho y fui incapaz de contenerlas, como una lata de gaseosa a la que han batido, la erupción era inevitable. Las lágrimas ya habían empezado a derramarse por mis mejillas y un sollozo salió de mi boca sin que fuera capaz de evitarlo. La presión dentro de mis pulmones causa de lo que sentía, nublaba todo lo que sentía.

En menos de un segundo los brazos de Silas ya estaban rodeándome en un abrazo y mi espalda tocaba las puertas de su tesla mientras lloraba sobre su pecho.

A partir de ahí me dejé llevar, dejé salir todo lo que sentías mientras lloraba, tratando de aliviar el huracán de emociones que amenazaba con colapsarme.

Pero no colapsé y me daba la impresión de que era gracias a aquel chico de aroma balsámico, aquel chico que me sostenía en un cálido abrazo, cuyos brazos me rodeaban como si quisiera protegerme de cualquier mal. De alguna manera lo hacía, porque me sentía segura a su lado.

No supe con exactitud cuanto tiempo pasé de esa manera, llorando, en sus brazos. Pudieron haber pasado horas, meses, años, o puede que incluso hayan sido unos segundos, pero la intensidad del dolor era tanta, que sentí que el tiempo que duró en desaparecer había sido una eternidad. Y ni siquiera así había desaparecido del todo.

El día que aprendí a amarmeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora