Pintura

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Cuando él se volteó para tomar un pincel y el color, yo me puse de pie y así, desnuda y sintiendo el frío del mármol en mis pies, caminé de puntitas hasta él y lo tomé por la espalda. Mientras la besaba casi mordiéndola de manera salvaje, mi mano tanteó por su pecho y su brazo hasta tomar su pincel y moverlo para que apuntara en mi dirección.

—Pintame a mí—dije y él entendió la idea a la perfección.

Ambos eramos buenos entendiendo qué causaba placer en el otro y, sobre todo, ejecutándolo.

Él se puso sobre mí y yo me estremecí al sentir la punta fría y mojada del pincel bajar desde mi hombro hasta mi muñeca. Observé cómo trazaba una línea celeste pálido, pastel.

Luego tomó también un rosa pastel y trazó la misma línea del otro lado.

Ver su cara de concentración mientras lo hacía me generaba sensaciones y ganas de hacer cosas que se contradecían: por un lado quería observar ese rostro por siempre pero por otro quería sacarlo de aquella concentración tan potente y distraerlo con uno de mis besos, con mi cuerpo.

Dios, agradecía las curvas de mi cintura.

Dejé que me pintase los brazos y luego él fue a buscar rojo, verde y amarillo y observé cómo comenzaba a pintar flores de tallos verde claro por mi vientre y un poco más abajo.

Tomando el color turquesa, dibujó algunas mariposas que luego contorneó con el mismo negro brillante con el que les hizo detalles. Todo era tan perfecto...Y él lo producía, él era perfecto. Tan. perfecto. Estaba viviendo un sueño. Estaba abriéndome como una de esas flores tan bonitas que había ahora pintadas en mi vientre a la madurez, al mundo femenino. Estaba floreciendo. Y me encantaba.

Sentí algo de frustración, cuando desde sus brazos, en los que había subido la escalera ya que él me cargaba, ví que me depositaba con delicadeza en mi cama.

Le dediqué una ceja enarcada cuando me deseó las buenas noches.

—Por mí, Les, seguiría toda la noche pero quiero darte tiempo de pensar. Ya hicimos mucho por hoy—me susurró al oído y su aliento cálido y mentolado volvió a hacerme estremecer.

Lo entendía. Me fastidiaba pero lo entendía. Me estaba cuidando por más que yo no lo necesitase, me estaba dando mi tiempo para pensar. Uno que yo no necesitaba.

Me revolví toda la noche en la cama. Por suerte, a las seis de la mañana tuve que levantarme; aún el sol no lo había hecho pero yo sí debía hacerlo porque ese día acababa el receso escolar y comenzaban las clases de nuevo.

Adam me recibió abajo con una malteada de chocolate y tostadas untadas en mantequilla. También me dió un muffin de limón y chips para el recreo.

—No voy a comer tanto.

—Por las dudas—Me dijo y, cuando yo lo miré girando un poco el rostro para sobrarlo, se me escapó una risa nerviosa.

Sí, verlo y recordar todo lo que había sucedido la noche anterior me daba unos nervios escurridizos que me hacían temblar entera. Recordar sus labios, su aliento y el calor de su cuerpo...Mierda. Si seguía pensando así jamás podría dejarlo para ir a la escuela.

Apenas podía bajar la visión al plato teniéndolo allí, frente a mí. Hasta la forma de tomar su taza de café me parecía atractiva, sexy.

Mientras íbamos camino al colegio y yo miraba hacia afuera dejando que el aire de la mañana ingresara a mi cuerpo, me pregunté si lo de la noche anterior volvería a suceder. Esperaba que sí.

Concentrarme en la escuela dio trabajo. Mi mente estaba en las caricias de la noche anterior, en el tacto de nuestros cuerpos. Me sentía...especial, interesante, femenina. Yo sabía que todas esas cosas las era por mí misma, no necesitaba a ningún hombre que viniera a afirmarmelas pero siempre se sentía bien sentirse halaga por otro y más si ese alguien es quien te gusta. Porque sí, ¿para qué mentirme a mi misma? Adam Boston, el al principio arrogante pero luego tan distinto Adam Boston, me gustaba. Y mucho.

Me encontré dibujando el contorno de su rostro, sus labios, al márgen de la hoja en clase de matemáticas y pensando en él cuando la profesora de Lengua hablaba sobre un poema de amor.

No podía esperar a verlo al terminar las clases, ya ansiaba ese momento y habría jurado que nada iba a quitarme la mirada de él, pero fallé porque, cuando llegó, lo que había en sus brazos llamó toda mi atención.

Un precioso chihuahua de un marrón anaranjado que se batía en sus brazos pero que cabía en sus manos.

Me llevé una mano a la boca para cubrirla. No podía creerlo.

—Es...

—Un perrito. Para ti—Me dijo y noté como mis ojos se humedecían por la emoción. Sentí una cálida caricia en el centro del pecho.

—Yo...Gracias, no sé...Qué decir.

—No debes decir nada más, yo solo quiero que disfrutes de estar en casa.

Yo asentí. Lo estaba disfrutando pero aún eso no se lo diría. Había una distancia que, por más que de a ratos olvidara, no debía romper.

El hecho de que me regalara un perrito, si bien era adorable, me hacía sentir que quería comprar mi corazón con regalos, lo que me hacía sentir subestimada y no me gustaba para nada. Tal vez no fuera eso, pero yo no podía saberlo y siempre prefería desconfiar.

El perrito viajó en mi regazo todo el camino mientras yo no dejaba de mirarlo. En aquel auto descapotable de Adam, yo temía que, al ser tan diminuto, se volara por la ventana así que intentaba sujetarlo bien pero también siendo consciente de que al ser tan péquelo era frágil.

—¿Cómo le pondremos?

—Te dejo esa tarea a ti.

Pensé. Pero lo hice rápido.

—Atilio.

—Hm, me gusta.

Asentí complacida mirándolo sólo dos segundos para volver la mirada al hermoso perrito entre mis manos. Era muy inquieto y jugueteaba con mis dedos intentando mordisquearlos.

—Bello Atilio.

—Le compré un sofá para que duerma al lado de tu cama—Esta vez sí lo miré con una sonrisa y mi mirada perduró en él.

Cuando Adam abrió la puerta de la casa y yo me agaché para dejar que Atilio caminara por el suelo, Adam posó su mano en mi hombro y me advirtió:

—Cuidado, cuidado. Puedes hacer lo que quieras con Atilio pero voy a advertirte una cosa—Su dedo índice en alto—Que no pase a mi biblioteca porque si llega a mordisquear un borde u orinar un lomo, yo...

—Tranquilo, tranquilo—Le sonreí desde el suelo intentando ignorar el cosquilleo que sentía bajo el tacto de su mano aún sobre mi hombro. 

Vendida al CEODonde viven las historias. Descúbrelo ahora