PARTE I.

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Aun tenía la frente perlada en sudor y las mejillas sonrosadas cuando se miró en el espejo de su habitación con las tijeras en mano a punto de cortar su cabello.

Las cortas ondas platinadas apuntaban en todas direcciones cuando terminó justo en el momento en que su madre entraba en la alcoba. Sus ojos se posaron en el príncipe que la miraba con determinación, determinación dirigida a no mostrarse temeroso ni débil y mucho menos, como se esperaba de su condición, sumiso.

Aegon Targaryen no sería un omega sumiso ni propiedad de nadie, ni siquiera de la reina.

Alicent no estaba furiosa por el hecho de que su hijo cortara su cabello y negara lo único que podría otorgarles una ventaja sobre Rhaenyra, sino por la afronta hacia ella que aquel acto de rebeldía mostraba.

No podría presentar a Aegon como un omega fértil y saludable ante las casas de Poniente que estaban dispuestos a dar dinero, ejércitos y poder con tal de tener a un príncipe dragón que pudiera traer al mundo herederos tanto hermosos como poderosos. Si había algo que Alicent respetara e inculcara a sus hijos tan fervientemente como lo hicieron con ella era el respeto y cumplimiento de las tradiciones, aún si éstas eran las tradiciones valyrias.

Para los omegas nacidos con la sangre de la antigua Valyria, el largo de su cabello era tan importante y especial como el violeta de sus ojos, eran el símbolo de la pureza y fertilidad que se esperaba de su casta y que un príncipe, y posible candidato al trono, cortara o descuidase su cabello eran señal de un omega defectuoso y por tanto indeseable.

Aegon jamás había temido tanto por su vida como en aquel momento, con Alicent jalándolo de los cabellos y gritando lo desdichada que era por no sólo tener tres hijos omegas sino que además el primogénito, para su suerte un omega tardío y que rechazaba su único propósito en la vida. Ordenó a los guardias mantenerlo encerrado y fuera de la vista de todos, incluyendo la familia real hasta que su cabello no recuperara el largo mínimo que se esperaba de un príncipe.

No había arrepentimiento en los ojos del omega ninguna de las veces en las que su madre se presentó para asegurarse de que su hijo no atentara contra su cabellera, pero empezaba a resentir la soledad del aislamiento. Tenía sólo catorce años cuando cortó su cabello por primera vez y desde entonces, cada mes, al menor atisbo de crecimiento el príncipe lo cortaba.

Escondido en un hueco de las paredes, donde una piedra suelta dejaba espacio para una pequeña navaja, Aegon mantenía su arma, oculta de los guardias que entraban a inspeccionar su habitación en busca de tijeras, espadas o cuchillos, bajo la atenta mirada de la reina.

Tres años pasaron bajo aquel escrutinio, sin poder ver siquiera a sus hermanos y mucho menos a sus sobrinos Velaryon. Para ese entonces era un muchacho , que venido a menos por ser un omega sin reclamo, se refugió en la bebida. Aquellos vinos especiados habían mantenido su aroma en letargo por tanto tiempo que incluso durante sus celos, el único aroma que desprendía era el del alcohol. Tres años sin que supiera de nada ni nadie. Por tanto, cuando la reina entró una mañana con aire serio y distante y le pidió que se vistiera le tomó por sorpresa.

El rey llamaba a sus hijos y nietos. Todos, sin excepción, debían presentarse.

Los recuerdos con su padre se remontaban a su infancia temprana, vagas imágenes distorsionadas de un hombre que le sonreía con amabilidad, que lo llevaba en brazos y pronunciaba su nombre con una esperanza que lo atormentaba en sueños, como si supiera que tenía un destino más grande que cumplir. De aquel hambre no quedaba ni rastro y no estaba preparado cuando, sentado en el trono con la mitad de su rostro cubierto por una máscara de oro y los pocos dientes que le quedaban asomándose  bajo la pretensión de una sonrisa cariñosa pero que resultaba mas que aterradora, Aegon fue llamado ante él.

-Mi dulce niño, mi querido Aegon–. Dijo el rey entre dificultosas respiraciones.

Su mano huesuda y de un color verde enfermizo se levantó de entre su túnica para acariciar el rostro del príncipe. Podía sentir la mirada expectante de su madre sobre él, como si esperara que cambiara de opinión y milagrosamente lo nombrara heredero al Trono de Hierro.

¿Por qué era tan difícil que nadie tuviera expectativas sobre él? No quería ser un príncipe, ni un heredero y mucho menos un omega. ¿Por qué no solo coronaban a su hermana mayor de una buena vez? Así podían olvidarse de é y lo dejarían vivir en paz, lejos de todos, en soledad. Una lágrima se deslizó sobre su mejilla y el rey la limpió cuidadosamente, el último gesto de paternidad. Como Aegon no sabia que hacer ni dónde moverse cuando se incorporó y su padre tomó su mano, se quedó de pie en silencio junto a él, esperando que lo que sea de lo que se tratara aquella reunión terminara pronto.

A los pies del trono, su media hermana mayor y sus hijos miraban a su madre y hermanos con gesto indescifrable. Pudo notar la sonrisa tímida que Lucerys Velaryon le dedicaba a su hermano Aemond y éste, en una rara mueca que parecía ser una sonrisa asesina lo miraba de vuelta. Alicent mantenía la mirada fija en el suelo en tanto Raenyra la miraba con nostalgia, Helaena como siempre sumergida en su propio mundo y sobre él, una mirada que recordaba en cada sueño, presentándose como única salvación.

Jacaerys Velaryon lo miraba con una devoción abrumadora, sus ojos marrones brillando por y para él. Aegon lo sintió de inmediato. El calor arremolinándose en su vientre, la sangre fluyendo cual magma en su interior, sus mejillas tornándose rosas.

–Mi querida hija Rhaenyra ha acudido a mí con una noticia que no podía hacer más feliz a este viejo rey.

Todos en la sala del trono, miraron en su dirección al mismo tiempo en el que Rhaenyra y Jacaerys daban un paso al frente, la princesa puso una mano sobre el hombro de su hijo con gesto alentador, miró a su padre con una sonrisa complacida y luego posó su mirada en Aegon, le sonrió con ternura y no pudo evitar pensar en lo parecidas que eran sus hermanas.

–Yo, Jacaerys de la Casa Velaryon, hijo y heredero de la Princesa Rhaenyra de la Casa Targaryen, heredera al Trono de Hierro, pido permiso del rey Viserys, abuelo, para cortejar al príncipe Aegon Targaryen con el fin de obtener, si los dioses nuevos y antiguos dan su bendición, su mano en matrimonio.












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CABELLOS DE PLATADonde viven las historias. Descúbrelo ahora