PARTE XXVI.

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Cuando entró en Antigua no tenía un plan en concreto. Ninguno, para ser honestos. Se dedicó a cambiar por las calles. Las personas iban y venían más preocupadas por conseguir llevarse algo a la boca o vender sus productos que por los asuntos que atañen a las grandes casas de Poniente.

El escenario no era muy distinto a Desembarco del Rey, salvo por los enormes edípicos de piedra blanca, todo parecía igual. Ratas correteando entre los callejones, niños buscando algún distraído al cual robarle una hogaza de pan o una fruta, comerciantes que vociferan precios, mujeres con canastos y pocas monedas. En definitiva gente común con problemas comunes.

Sin saber cuánto había caminado ni qué tan lejos queda de la fortaleza de los Hightower, se detuvo frente a un grupo de chicos no mucho mayores que Joffrey. Eran al menos seis muchachos, de distintas edades. El mayor contaba algo mientras los demás lo rodeaban, volteando sus cabezas de vez en cuando para asegurarse de que nadie se metiera en sus asunto. Aegon se ajustó la capa y se acercó a ellos, cuando el menor de todos ellos y al que no había notado se interpuso en su camino.

Era un niño escuálido, se le marcaban todos los huesos contra la piel y en su delgado y diminuto rostro pudo ver el hambre, pero también la seguridad de un niño que ha sido educado por la dureza de las calles. Sus ojos saltones se clavaron en el omega y el niño olfateó el aire. Movió la cabeza apenas, con el pulgar metido en la boca del que mamaba con fervor. Aegon le acarició la cabeza rapada, pensando que seguramente era la primera vez que alguien le extendía un gesto así. El niño se acurrucó contra su palma cerrando sus ojos saltones.

–¡Ey!– llamó uno de los chicos. –Pequeño ratón, ven aquí.

El niño abrió los ojos con el susto, dio media vuelta y se escabulló entre las personas. Aegon lo siguió hasta que llegó al grupo de chicos. El mayor atrajo a Ratón detrás de él y lo cubrió con su cuerpo, lejos de la vista de Aegon. El chico lo miró con el ceño fruncido, de haber tenido una espada seguro la habría desenfundado. El omega levantó las manos en son de paz, no sin antes descolgarse el costal con el poco dinero que conservaba. Los niños alrededor miraron al mayor con caras de asombro. Esperanzados de que aquella recompensa significase una comida caliente en sus estómagos.

Aegon estudió sus rostros, todos iguales, pequeños, delgados, ojos saltones y huesos marcados. Huérfanos. Niños que al verse negados a formar parte de una familia habían hecho de las calles su hogar y de los otros, sus hermanos. El mayor era su líder y supo de inmediato que los niños no se moverían, o lo harían, si él no se los ordenaba. Debía ganarse la confianza del mayor.

–Toma– le dijo al lanzarle el costal que describió un arco sobre las cabezas de los niños. El chico lo tomó con destreza y lo abrió. –Si me ayudas, te aseguro que tu recompensa será mayor.

El chico lo pensó. Sus ojos se movieron sobre los rostros de los niños, cada uno parecía decirle lo mismo, pero no fue hasta que Ratón tiró de sus ropas, haciendo que se inclinara. El niño apenas movió los labios sin dejar de curarse el dedo. El mayor miró de soslayo a Aegon e hizo una mueca, revolcó el cabello del niño y lo volvió a esconder detrás de él. Con un movimiento de cabeza, los niños se reunieron a sus espaldas.

–¿Quién eres?– preguntó hoscamente. –Ratón dice que hueles a omega. Aquí no hay omegas con tanto dinero. ¿Qué quieres?

–Si puedo tener tu ayuda te diré quién soy– ofreció– Ratón tiene razón, soy un omega pero no soy de Antigua.

–¿Qué es lo que quieres?

–Acércate.

El niño miró hacia atrás, levantó una mano y los demás quedaron quietos. El callejón no estaba concurrido y era de los más alejados del bullicio central. Si algo pasaba con los niños nadie lo sabría. De igual forma que si algo le pasaba a Aegon nadie se daría cuenta. El chico se acerco a paso lento, viendo de un lado a otro, sobre los hombros de Aegon, olfateando el aire y su aroma. Aegon permitió el gesto, intrigado también por el parecido entre el mayor y el menor de todos ellos, no sólo la forma en la que estudiaron su aroma sino en el físico. Si bien todos los niños tenían el mismo aspecto, esos dos compartían más características que el resto. La nariz respingona, la forma de las orejas. El color tan peculiar de los ojos. Mientras el más pequeño llevaba la cabeza rapada, el mayor la cubría con un gorro harapiento. Tal vez eran hermanos.

CABELLOS DE PLATADonde viven las historias. Descúbrelo ahora