PARTE XV.

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–¿Cuándo volverá Jace, tío Egg?

–Aún falta tiempo, Joff.

Era la misma pregunta que le hacía Joff todas las tardes desde que su hermano mayor se fue y el niño quedó a su cuidado. Paseaban por los jardines después de la merienda, pues Aegon había descubierto que su sobrino era un niño perezoso, y un tanto mañoso, que al último bocado prácticamente tenía los ojos cerrados. Si lo dejaba dormir la siesta difícilmente lograba conciliar el sueño por las noches.

El pequeño no habría notado la ausencia de su hermano de no ser porque Rhaenyra, ocupada con la preparación de la Coronación y los asuntos de Estado, la obligaban a permanecer en el Consejo atendiendo a señores y caballeros, campesinos y mercaderes, día y noche. A veces apenas lograba depositar un beso rápido sobre los rizos de su hijo antes de salir corriendo.

Fue por eso que se doblegó ante su pequeño príncipe cuando Joffrey le pidió permanecer junto a su tío.

–Seré su alfa hasta que Jace regrese– prometió el infante con la espalda recta como una tabla y voz fingida de adulto.– Jace me dijo que lo cuidara.

Rhaenyra miró a su hermano, de pie detrás del niño, con una ceja alzada sabiendo que su hijo debía puras e inocentes mentiras. Aegon respondió con una afirmativa silenciosa, conmovido por el papel de Alfa que el niño con tanto empeño se creía.

Así que, desde ese día, el príncipe Joffrey era la luz matutina que irrumpía en las habitaciones del omega, solo para acurrucarse de nuevo junto a él y dormir hasta el medio día. Cuando despertaban, Joffrey tenía un itinerario bastante variado.

Primero, tomaban el desayuno en la habitación mientras Aegon le contaba historias de la Antigua Valyria y él se llenaba las mejillas con panecillos rellenos de jamón, jalea y crema dulce. Después de limpiarse y pelear con el niño porque no le gustaba ponerse el jubón, lograban bajar al patio donde Ser Harwin lo entrenaba, al igual que lo hizo con sus hermanos mayores. Laenor Velaryon le talló una espada de madera especialmente para él, pues aunque sus hermanos eran grandes para su edad, Joffrey se negaba a crecer a la misma velocidad y manejar las otras armas era una ardua tarea.

El niño entrenaba con la misma brutalidad que sus hermanos, lanzaba gritos de guerra y sostenía su espada con ambas manos sobre su cabeza para arremeter contra el caballero, que soltaba carcajadas igual de escandalosas. Al terminar, lo único que quería el pequeño príncipe era volver a llenarse el estómago.

Tres días después de quedar a su cargo, Joffrey organizó una comida para él, Aegon, Rhaenyra y Alicent. Cómo lo hizo, no tenía la menor idea, pero los tres adultos asistieron a su pequeña y privada fiesta donde se ofrecieron tartas de calabaza, filete de cordero en salsa dulce, puré de guisantes y bollos de pan rellenos de jalea de moras. Esa tarde ocurrió el acontecimiento que merecía estar en los libros de historia, en verdad. Aegon casi le hace escribir al maestre Gerardys lo que sucedió.

Como se esperaba de un príncipe, el niño sirvió a las damas con refinados modales y atenciones, ganándose de parte de la Reina Viuda una sonrisa cálida y sincera. Joff, ya en confianza, preguntó si podía llamarla abuela. Tanto Aegon, como Rhaenyra, esperaron con terror la reacción de la mujer, sin embargo ella sólo abrazó al niño, aceptándolo y prometiéndole dulces todas las tardes en tanto fuera a visitarla. De ese modo, las visitas a la abuela se agregaron a la rutina.

Aegon debía buscar la forma de mantener despierto al niño hasta la hora de dormir por eso propuso los paseos por los jardines después de comer. El principito parecía encantado con ello, pues se disponía a recoger flores y las hojas más grandes de cualquier árbol. Cuando volvían al castillo, Joffrey extendía su colección y sacaba, porque se había adueñado de un rincón de la habitación de Aegon para sus cosas personales, un cuaderno, carboncillos y barritas de cera de muchos colores. A la luz de las velas, el niño copiaba las hojas y florecitas con mucha habilidad, sorprendiendo a su tío. Era muy pequeño para tan enorme habilidad, considerando que aún se le dificultaba la escritura, pero Aegon descubrió que se debía a la pereza que representaba la caligrafía para el menor.

CABELLOS DE PLATADonde viven las historias. Descúbrelo ahora