PARTE XVI.

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Al menos, el traje no era azul.

No estaba contento con tener que vestir prendas tan claras, lo hacían lucir enfermizo, fantasmagórico, y su largo cabello se confundía con la túnica color crema que las tradiciones Valyrias dictaban. Una criada, bajo la atenta mirada de la Princesa Rhaenys, trenzó su cabello en la parte trasera de su cabeza y colocó un extraño accesorio sobre ella. El tocado era de un color dorado muy viejo y aunque a simple vista se veía insignificante, Aemond descubrió que era tan pesado como los gruesos libros que solía poner su madre sobre él para que aprendiera a mantener la postura.

–Majestad, permítame– dijo la muchacha cuando intentó ponerse la última túnica y el peso de su tocado dificultó los movimiento.

La túnica tenía un suave color dorado y cada borde teñido en un rojo vivo, como si hubiese sido sumergido en sangre, le dieron un aspecto que dejó sin aliento a las dos mujeres presentes. Aemond no creía que fuese gran cosa y cuando se miró en el espejo quedó boquiabierto. Los pliegues de la túnica se ceñían a su cuerpo con elegancia y formaban una larga cola a sus espaldas. Solo entonces descubrió que los mismos bordes escarlatas estaban bordados con finos hilos dorados y formaban llamas a su alrededor. Fuego y sangre, el emblema de sus casa.

Rhaenys se acercó a él y le rodeó la cintura con los brazos. No era un abrazo, lo que Aemond agradeció porque no sabía corresponder las muestras de afecto físico, mucho menos viniendo de Rhaenys, sin embargo, cuando la mujer se concentró en la parte baja de su espalda descubrió que le estaba poniendo un cinturón.

–Te unirás a la casa Velaryon– explicó ella cuando terminó.–Debes tener algo de nosotros en tu traje de bodas. Un regalo, de mi parte y de Corlys.

–Gracias.

Era un cinturón formado por medallones en oro macizo, con intrincados grabados de olas y el caballo de mar, además tenía incrustaciones en aguamarinas y perlas diminutas. Finas tiras de cadenas formaban las uniones entre cada medallón y en su espalda, los eslabones se unían con broches y la longitud de las cadenas se extendía por debajo de sus muslos.

–Estás listo.

Aemond asintió con las comisuras de sus labios formando una sonrisa complacida. El parche en su ojo quedó descartado al desentonar con los colores de su atuendo y por su mente cruzó la idea de cambiar la piedra que reemplazaba su ojo perdido. Pero todo ahí era azul y a fin de cuentas, su futuro esposo era un Velaryon, y aunque no lo aceptara para nadie más, el azul de aquella roca también simbolizaba a Lucerys.

Rhaenys interrumpió sus pensamientos llamándolo desde la puerta, ella sería su escolta hasta el lugar donde se llevaría a cabo la ceremonia. Caminaron en silencio por el angosto pasaje de piedra caliza que conectaba el castillo con el altar en la costa. La bruma marina impedía ver más allá de unos cinco pasos de distancia aunque el sol ya estaba en lo alto. Resultaría difícil andar por el sendero de rocas desiguales, aunque dispuestas a manera de escalones que serpenteaban en el borde de la isla, sin la ayuda de Rhaenys. Pero por supuesto, no le daría las gracias hasta que estuviera seguro junto a Lucerys, libre de verse accidentalmente lanzado al rocoso borde del océano.

Como si fuera designio de los dioses, la bruma se despejó en el horizonte mostrando el altar. Era un pequeño acantilado cuya cima plana parecía labrada por los hombres aunque fuese meramente producto del clima marino. El altar estaba flanqueado por dos enormes candelabros de acero negro cuyas antorchas ardían a pesar del viento. En la cima del altar, tres personas aguardaban su llegada.

La primera a la que divisó fue a Rhaena, con su vestido negro y azul, su cota de malla y su espada colgada de su cintura. La segunda persona fue el Septon, un hombre delgado y con cara de ratón que, con sus ropajes grises, parecía parte del paisaje. Por último Lucerys.

CABELLOS DE PLATADonde viven las historias. Descúbrelo ahora