PARTE XVIII.

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Su pierna se movía frenéticamente bajo la mesa de la biblioteca.

Rhaena lo miró con la ceja arqueada porque la hebilla que sujetaba la bota a su tobillo producía un choque metálico muy agudo que empezaba a fastidiar a la alfa. Sabía que estaba haciendo de eso un mal hábito, sin embargo encontró cierta satisfacción en molestar a la alfa, que había jurado permanecer junto a Aemond hasta el regreso de Lucerys.

Desde el principio, a ninguno le hizo gracia. Aemond se sentía más vigilado que protegido y eso limitaba a su vez, vigilar a Rhaenys. Por otro lado, la muchacha, pese a su tregua, nunca intentó esconder su desdén hacia el omega.

–¿Se puede saber qué estás buscando?– dijo ella inclinándose sobre el libro frente a Aemond, que lo cerró con un golpe que levantó el polvo de los pesados tomos.

–No es de tu incumbencia– inquirió. Ella se reclinó en la silla, subiendo sus botas a la mesa.

–Hurgas en los registros de mi familia ¿y me dices que no me incumbe?

Aemond la miró en silencio. Rhaena no parecía afectarle que la mirara sin el parche como a otras personas, incluso le sostenía la mirada, alzando el mentón, retándolo. No sabía si podía confiar en ella por mucho que Luke insistiera en que sus lazos iban más allá de su parentesco, seguía siendo nieta de Rhaenys , la consideraba por sobre Luke y por sobre él.

–También es mi familia ahora, qué mejor que conocerlos a través  de los libros.

Recogió los libros, dispuesto a llevar su lectura lejos de los ojos de halcón de su prima. Apenas había dado un paso lejos de ella cuando un inexplicable mareo lo hizo tropezar. Rhaena llegó a su lado en un parpadeo, evitando que cayera, aunque los libros se desperdigaron por el suelo

No era la primera vez que le pasaba. Hacía dos días que Lucerys se marchó rumbo a Desembarco del Rey. Justo esa noche, no pudo dormir, mareado y nauseabundo. Echó a correr hacia su habitación, no permitiría que nadie lo viera en ese estado y que se corrieran rumores.

Los libros no decían nada acerca de los parecidos físicos entre Targaryen, lo único que se sabía era que sus rasgos valyrios perduraban por medio del matrimonio entre familiares cercanos, no así cuando un extraño, alguien de origen ponienti, contraía matrimonio con la sangre del dragón y aun en esos casos, la mayoría de las veces el cabello blanco y los ojos violetas se mantenían.

Asustado, se encerró en la habitación antes de caer de rodillas junto al cubo que las sirvientas dejaban lleno de agua cada mañana. Vació lo poco que tenía en el estómago sin ser suficiente, las arcadas seguían y seguían hasta que le ardía el pecho y su garganta quemaba. La cabeza le punzaba cuando por fin dejó de vomitar. Ser un omega era algo asquerosamente doloroso.

Se tocó el vientre cerrando los ojos, pidiendo a los dioses que se llevaran aquella molestia. Rogando porque sólo fuera una enfermedad pasajera, algo que debió comer, la comida de la isla era muy diferente lo que se acostumbraba en casa y de principio pensó que era por eso. No obstante, un rincón en su cabeza, donde habitaba aquella molesta voz chillona que clamaba por Luke, le decía que estaba ahí, con él. Se sintió un completo idiota.

Después de su noche de bodas, ni él ni Lucerys habían tenido el cuidado de asearse al terminar. Aunque la primera vez para ambos, pese a que Aemond intentó demostrar experiencia y control, ciertamente pasó por alto un detalle vitalicio. No culpaba a Lucerys por eso. Aemond era el mayor, un omega, el que debía de estar preparado para... eso.

El simple recuerdo de la semilla de Lucerys deslizándose entre sus muslos le produjo escalofríos. Miedo, anhelo, placer. Una mezcla extrañamente irritante. Ese no era él. Aemond Targaryen no añoraba desesperadamente a Lucerys Velaryon. Era su parte omega la que deseaba al alfa que, tras el apareamiento, se marchó, dejando tras de sí una estela que, si no se daba prisa, sería difícil revertir.

CABELLOS DE PLATADonde viven las historias. Descúbrelo ahora